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Llegada la hora desfilaron en silencio con una formación mal hecha, pero a la vez con orden. De nuevo certificó su sueño Azucena, pues estaban los ataúdes como ella los había soñado: En la misma sala los dos ataúdes juntos, completamente abiertos y con muchas velas encendidas, los muertos eran exactamente iguales y parecían igualmente jóvenes, quizás apenas unos veinticuatro años… En el fondo de la habitación sentadas sobre una cama, dos mujeres muy jóvenes y vestidas de negro lloraban sin consuelo, una de ellas esperaba ya el nacimiento de su bebé.
Azucena entendió que ya conocía los siguientes episodios, pero sin saber por qué los había soñado antes de que sucedieran. Y así miró asombrada, cómo por la tarde llevaron los cuerpos a la iglesia y en el atrio, fueron rociados con agua bendita por el sacerdote después de haberles rezado un responsorio —a las personas asesinadas o suicidadas, no se le decía la Santa Misa, no se les permitía la entrada por última vez a la iglesia, ni se les bendecía la tumba, según la costumbre del sacerdote del pueblo—. Luego siguió el cortejo calle arriba, para llevar los cuerpos al cementerio, Azucena ya no se asombró de ver que a medio camino detuvieron a los hombres que cargaban a los muertos junto a una casita de adobe y bajaron los ataúdes poniéndolos el uno al lado del otro en el suelo. Todo mundo guardó silencio. La abuela de los jóvenes difuntos que estaba paralizada de sus piernas, había pedido verlos por última vez y darles la bendición.

 
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El desierto, umbral de la gloria de Agustina Nuñez de la O   El desierto, umbral de la gloria
de Agustina Nuñez de la O

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