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Caminaba despacio hacia la gruta elegida, que se recortaba como una cicatriz negra sobre la cara azafranada de la colina, seguido por sus ayudantes más experimentados. Le ardían los antebrazos y los hombros, a pesar de haberse protegido con la gruesa tela blanca de algodón con la que habitualmente se envolvía antes de exponerse al cada vez más inclemente sol. Sentía cómo las gotas de transpiración le corrían por la frente, empapando la cinta que cruzaba por encima de sus cejas a modo de vincha. La sequedad de su boca empezaba a incomodarlo, pero no podía distraerse con las molestias físicas hasta que su trabajo estuviese acabado. Llegó a la entrada a la cueva, y atravesó la abertura de contornos irregulares. De inmediato sintió en su cara el frío húmedo que contrastaba con el calor seco del exterior. Tuvo que esperar unos segundos hasta que sus ojos se habituaron a la tenue iluminación de la caverna, a causa del contraste con el intenso reflejo del sol sobre la ladera pedregosa. Antes de abandonar su habitación y despedirse por última vez de los manuscritos, los había acomodado cuidadosamente dentro del macizo baúl que habían preparado para contenerlos. Sobre ellos había depositado su carta dirigida a un futuro desconocido. El cofre, de madera y un metal oscuro que la humanidad tardaría varios milenios en volver a aprender a utilizar, les brindaría protección por el tiempo necesario. Ahora, se acercó lentamente a la enorme forma rectangular de piedra negra ubicada en medio del amplio espacio vacío, para controlar cómo tres de sus colaboradores colocaban en su interior el sólido cofre de madera y hierro. Llamó al resto de los ayudantes para que colocaran encima la pesada losa que actuaría como tapa. El ruido producido por el golpe de la piedra contra la piedra, y un breve temblor del piso, acompañaron el cierre hermético y definitivo. Una vez colocada la losa horizontal, con una de esas herramientas que en la aldea consideraban mágicas, selló las juntas entre los bloques de piedra y se dispuso a salir, para clausurar y ocultar la entrada a la cueva. Mientras caminaba hacia la salida, se detuvo y miró por última vez la obra a la que habían dedicado su vida. Sin poder reprimir un involuntario suspiro, se dio vuelta para asomarse otra vez al calor de la mañana. Una vez afuera, cerró por última vez la entrada a la cueva. Revisó varias veces el resultado de su trabajo, hasta que estuvo convencido de que el lugar donde se había encontrado la entrada pasaría inadvertido para cualquiera que desconociese su existencia. Completando el monumental y metódico plan, los habitantes del poblado comenzarían al día siguiente la colosal tarea de cubrir con enormes cantidades de arena, piedras y hasta basura, los templos y los grandes pilares que habían erigido mucho tiempo atrás siguiendo las órdenes de los sabios visitantes. Ese trabajo demandaría meses, pero la constancia y la paciencia eran dos virtudes que los habitantes del pueblo habían aprendido bien. Bajo la protección de esa cubierta de varios metros de espesor, esas construcciones perdurarían como una señal que resumía en sus bajorrelieves la historia de los pergaminos, y señalaba su ubicación final.
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