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La ejecución de ese ambicioso plan había requerido que usaran de manera exclusiva los pergaminos de la mejor calidad disponible, y la elaboración de esa tinta cuya composición sólo era conocida por ellos. Esos materiales aseguraban que el fruto de su trabajo se habría de conservar sin inconvenientes, por mucho más tiempo del que preveían que podría ser necesario para que los hombres fueran nuevamente capaces de hallar esos pergaminos e interpretar su contenido. Pese a la magnitud y vastedad de la tarea, gracias a su especial capacidad y al esfuerzo ininterrumpido, habían sabido superar las innumerables dificultades y habían logrado recopilar de manera ordenada —y satisfactoriamente completa— un legado perdurable que contenía los avances más significativos de su cultura y su civilización. También habían evaluado y debatido extensamente sobre el lugar en el que su trabajo podría preservarse de la mejor manera. Y finalmente, lograron llegar a un consenso que resultó satisfactorio para todos. La piedra seguía siendo la protección natural más perdurable y segura, y la zona ofrecía infinidad de grutas y cavernas naturales que podían ser adaptadas sin demasiado esfuerzo a sus necesidades. Con el mismo esmero y cuidado que habían dedicado a la recopilación y transcripción de los conocimientos de su pueblo, llevaron a cabo la preparación del lugar donde los pergaminos esperarían el momento de volver a salir a la luz. Tras hallar la cueva más apta para contener su obra, durante meses se habían dedicado a la tarea de adecuarla y reforzarla, hasta dejarla en las condiciones necesarias para alojar la voluminosa urna que contendría los manuscritos, lista para resistir cualquier eventualidad. El uso y el procesamiento de la piedra no representaban un obstáculo para las técnicas y herramientas que habían traído desde su lugar de origen, y los trabajos habían avanzado sin dificultad, permitiendo cumplir sin inconvenientes con los exigentes plazos que se habían impuesto desde el principio. Ahora, después de tantas décadas de trabajo, de ese reducido grupo original sólo quedaba él. Sacudió la cabeza, obligándose a abandonar ese estado de ensoñación improductiva. Dedicó una rápida mirada a las compactas construcciones de piedra que conformaban el pueblo, antes de volver al trabajo. La luz del sol caía en ángulo sobre los techos y las paredes, tiñéndolos con una tonalidad uniforme y rojiza que en ese momento le resultaba casi opresiva. De tanto en tanto, la brisa hacía que algunas nubes de polvo se levantaran al final de la calle, formando pequeños y breves remolinos de color ocre. Si bien la abrumadora empresa estaba casi terminada, y se acercaba —por fin— el momento de descansar y liberarse de la enorme responsabilidad con la que había cargado durante años, su mayor incertidumbre seguía siendo el imprevisible comportamiento de la madre Tierra. Esta, con arbitrariedad y sin aviso previo, podía decidir que su plazo se había cumplido. Tal como habían sabido prever, el clima estaba cambiando de manera acelerada, y ese era apenas el comienzo: sabía que se avecinaban cambios mucho más profundos, y los efectos que tendrían eran impredecibles. La nueva era, cuya llegada venían temiendo y esperando durante tanto tiempo, ya había comenzado.
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