-¡No me cortés la cabeza -rogó Karen-, pues entonces nunca podría arrepentirme de mis pecados!
Pero, por favor, ¡córtame los pies, con los zapatos rojos!
Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro, y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque.
Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos muletas, y le enseñó un himno que solían entonar los criminales arrepentidos. Ella le besó la mano que había manejado el hacha, y se alejó por entre los matorrales.
"Ya he padecido bastante con estos zapatos -se dijo-. Ahora iré a la iglesia, par que todos puedan verme".
Y se dirigió tan rápidamente como pudo a la puerta del templo. Al llegar allí vio a los zapatos que bailaban ante ella, y aquello le dio tanto terror que se volvió a su casa.
Toda la semana estuvo muy triste, derramando lágrimas amargas, pero al llegar el domingo se dijo:
"Ahora sí que ya he sufrido bastante. Me parece que estoy a la par de muchos que entran en la iglesia con la cabeza alta".
Salió a la calle sin vacilar
más, pero apenas había pasado de la puerta volvió a ver los zapatos rojos bailando ante ella. Se sintió más aterrorizada que nunca, y volvió la espalda, pero esta vez con verdadero arrepentimiento en el corazón.
Se dirigió entonces a la casa del
párroco y suplicó que la tomaran a su servicio, prometiendo
trabajar cuánto pudiera, sin reclamar otra cosa que un techo y el
privilegio de vivir entre gente bondadosa. La esposa del sacristán
tenía buenos sentimientos, se compadeció y habló por ella
al párroco. Karen demostró ser muy industriosa e inteligente, y se
hizo querer por todos, pero cuando oía a las niñas hablar de lujos
y vestidos, y pretender ser lindas como reinas, meneaba la cabeza.