Entró bailando por las puertas del
cementerio, pero los muertos no le acompañaron en su danza: tenían otra cosa mejor que hacer. Trató de sentarse sobre la tumba de un mendigo, sobre la cual crecía el amargo ajenjo, pero no había descanso posible para ella. Y cuando se acercó, bailando, al portal de la iglesia, vio a un ángel de pie junto a la puerta, con larga túnica blanca y alas que llegaban de los hombros al suelo. El rostro del ángel mostrábase grave y sombrío, y su mano sostenía una espada.
-Tendrás que bailar -le dijo-.
Tendrás que bailar con tus zapatos rojos hasta que estés
pálida y fría, y la piel se te arrugue, y te conviertas en un
esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde encuentres
niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen.
Sí, tendrás que bailar...
-¡Piedad! -gritó Karen, pero
no alcanzó a oír la respuesta del ángel, porque los zapatos la habían llevado ya hacia los campos, por los caminos y senderos. Y sin cesar seguía bailando.
Cierta mañana pasó danzando
ante una puerta que ella conocía muy bien. Del interior procedía un rumor de plegarias, y salió un cortejo portador de un ataúd cubierto de flores. Y Karen supo así que la anciana señora había muerto, y se sintió desamparada por todo el mundo, maldita hasta por los santos ángeles de Dios.
Siguió, siguió danzando.
Tenía que bailar, aun en las noches más oscuras. Los zapatos la llevaban por sobre zarzas y rastrojos hasta dejarle los pies desgarrados, sangrantes. Más allá de los matorrales llegó a una casita solitaria, donde ella sabía que vivía el verdugo. Golpeó con los dedos en el cristal de la ventana y llamó:
-¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando!
-¿Acaso no sabes quién soy yo? -respondió el verdugo-. Yo soy el que le corta la cabeza a la gente mala. ¡Y mira! ¡Mi hacha está temblando!