Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un
viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse a aquellos zapatitos rojos.
Llegó el tiempo en que Karen tuvo
edad para recibir el sacramento de la confirmación. Le hicieron un vestido nuevo y necesitaba un nuevo par de zapatos. El zapatero de lujo que había en la ciudad fue encargado de tomarle la medida de sus piececitos. El establecimiento estaba lleno de cajas de vidrio que contenían los más preciosos y relucientes zapatos, pero la anciana señora no tenía muy bien la vista, de modo que no halló nada de interés en ellos. Entre las demás mercaderías había también un par de zapatos rojos como los que usaba la Princesa. ¡Qué bonitos eran! El zapatero les dijo que habían sido hechos para la hija de un conde, pero que le resultaban ajustados.
-¡Cómo brillan!
-comentó la señora-. Supongo que serán de charol.
-Sí que brillan y mucho
-aprobó Karen, que estaba probándoselos. Le venían a la medida, y los compraron, pero la anciana no tenía la mejor idea de que eran rojos, o de lo contrario nunca habría permitido a Karen usarlos el día de su confirmación.
Todo el mundo le miraba los pies a la
niña, y en el momento de entrar en la iglesia aún le parecía a ella que hasta los viejos cuadros que adornaban la sacristía, retratos de los párrocos muertos y desaparecidos, con largos ropajes negros, tenían los ojos fijos en los rojos zapatos de Karen. Esta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos.