Después vino la calma. Había un silencio al que estábamos
desacostumbrados; ella también funcionaba como una barrera de los ruidos de la
calle, como el sol y el viento se comportaban distinto, todo tenia un microclima
especial.
Al poco tiempo el abuelo falleció, a sus cenizas las
guardamos en casa. Nos pareció que no podíamos separarlo de su lugar... y su
enredadera.
Con el tiempo y los casamientos me quedé solo en la
vivienda de mi barrio de la infancia. Un día, cuando yo no estaba, se desmoronó.
Las paredes se quebraron y cayeron, según los técnicos
peritos fueron los cimientos que cedieron... la humedad del terreno...
Desde la verja del frente veo los despojos de la
demolición, las cosas del abuelo, que no puedo (no me animo) a sacar y una joven
y creciente enredadera que saliendo de los cimientos no deja de crecer,
envolviendo amorosamente los restos.