Parecía que al resto de los habitantes nos hubiera dejado
de proteger y encima debíamos atenderla y cuidarla reemplazando al viejo.
Pese a los esfuerzos que hacíamos, las sombras del verano
eran cada vez más escasas, sus hojas ya no resistían atadas a sus ramas y los
insectos y ratas se habían convertido en sus habitantes cotidianos, parecía que
la habían tomado como vía de tránsito obligatoria.
Una tarde de verano ya no aguanté más, la presencia
descarada de una rata mirándome desafiante desde una de sus ramas, me motivó
para convertirme en su verdugo-podador. Sin esperar autorización ni
consentimiento familiar, sin que haya una consulta histórico conservacionista,
ahí fui con las tijeras recién afiladas; la adrenalina mejoraba mi eficiencia en
cada corte.