El maestro de música alabó
calurosamente al pájaro metálico e insistió en que valía mucho más que el de plumas, y no sólo por el exterior, con todos sus diamantes, sino también por dentro.
-Vean ustedes, damas y caballeros, y el
Emperador antes que nadie: en el ruiseñor natural nadie sabe nunca lo que va a oír, pero en el artificial todo está decidido y fijado de antemano. Es asi, y asi debe ser, y no podría ser de otra manera. En él todo tiene una explicación; si se lo abre nos mostrará el ingenio humano en la composición de los valses, en el orden con que una nota sigue a la precedente.
-Esa es exactamente nuestra opinión -dijeron todos. Y el maestro de música recibió permiso para exhibir el ruiseñor al público el domingo siguiente.
Según anunció el Emperador,
también iba a oírselo cantar. Y lo oyeron, y se entusiasmaron todos tanto que se hubieran estado bebiendo té en demasía, costumbre típicamente china.
Pero el pobre pescador que había
escuchado al verdadero ruiseñor dijo:
-Su canto es muy armonioso, y se parece mucho al del bosque, pero le falta algo, no sé qué.
Y el ruiseñor auténtico fue
expulsado del reino. Al pájaro artificial, en cambio, se le fijó un lugar en un almohadón de seda, cerca del lecho del Emperador, y circundado por todos los obsequios de oro y piedras preciosas que le habían llegado como recompensa por su canto. Su título había ascendido ahora al de Primer Cantor Imperial de la Cámara. Su lugar en las reuniones de la corte era el número uno del lado izquierdo, pues el Emperador pensaba que el lado donde está el corazón es el más importante. Y la verdad es que hasta el corazón de un emperador está del lado izquierdo.