-Tienes que quedarte conmigo -rogó el Emperador-. Cantarás sólo cuando te plazca, y yo romperé el pájaro artificial en mil pedazos.
-No lo hagas -repuso el ruiseñor-.
Él hizo lo que pudo. En cuanto a mí, no me es posible hacer mi
nido y vivir en este palacio, pero déjame venir cuando lo desee. Por las mañanas me posaré en esa rama y cantaré para ti, a veces para ponerte jovial, otras pensativo. Mi canto te hablará de los que son felices y de los que sufren. Cantaré acerca del bien y del mal, que te están ocultos, pues el pequeño pájaro cantor vuela lejos, por muchas partes, hasta las viviendas del pobre pescador y del labriego. Yo amo tu corazón más que tu corona, y no porque no haya cierto olor de santidad también en ella. Sí, vendré y cantaré para ti, pero prométeme una cosa.
-¡Todo! -respondió el Emperador, que estaba ahora de pie, revestido con el manto imperial que acababa de ponerse, y con la espada de oro sobre el pecho.
-Una sola cosa te pido. Que no digas a nadie que tienes un pájaro que te lo cuenta todo. Será mejor.
Y el ruiseñor voló de la
ventana. Los servidores entraron en ese momento para preparar las honras fúnebres del Emperador... y lo encontraron de pie, saludándolos a todos con un "¡Buenos días!"
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