-Es la más deliciosa
coquetería que se haya oído nunca -opinaron las damas. Y se echaron un poco de agua en la boca para tratar de imitar aquellos gorjeos, creyendo igualar al ruiseñor. Hasta los lacayos y las camareras se manifestaron satisfechos, lo que es mucho decir, porque ellos son siempre la gente más difícil de complacer. En verdad, el ruiseñor había sido todo un éxito. Ahora se quedaría en la corte; tendría su propia jaula, tanto como libertad para salir dos veces por día y una por la noche. Tendría doce lacayos, cada uno de los cuales sostendría una cinta atada a una de las patas del ave. Ciertamente, no era un gran placer salir a pasear de esa manera.
Toda la ciudad hablaba acerca del
maravilloso pájaro. Cuando dos personas se encontraban en la calle, una le decía a la otra: "Rui"; y la segunda respondía: "Señor". Y ambos suspiraban, entendiéndose perfectamente. Once hijos de queseros recibieron el mismo nombre, pero sin que ninguno pudiera aprender a cantar nada.
Cierto día llegó a la corte un gran paquete destinado al soberano, sobre cuya envoltura se leía la palabra "Ruiseñor".
Será otro nuevo libro acerca del célebre pájaro -dijo el Emperador. Pero no era un libro, sino una pequeña obra de arte dentro de una jaula, un ruiseñor artificial exactamente igual al primero, salvo que estaba adornado de diamantes, rubíes y zafiros.
Al darle cuerda, el pájaro
artificial podía cantar una de las canciones que cantaba el otro, y también mover la cola, reluciente plata y de oro. Al cuello traía atada una cinta en la que se leía: "El ruiseñor del Emperador del Japón es muy poca cosa comparado con el que pertenece al Emperador de la China".