El palacio había sido iluminado
para el caso. Las paredes y los pisos, todos de porcelana, relucían a la luz de muchos millares de lámparas de oro. En los corredores se habían dispuesto las más hermosas flores, todas elegidas de entre las que tenían cascabeles. Había mucho ir y venir de gente, y una fuerte corriente de aire, pero eso era precisamente lo que hacía tintinear los cascabeles. En el centro del vasto salón de recepciones donde estaba el trono del Emperador se había colocado una varilla de oro donde debería posarse el ruiseñor. La corte íntegra estaba reunida, y hasta a la pequeña doncellita de la cocina se le permitió permanecer detrás de la puerta, ya que ahora tenía el título de Cocinera.
Todos los ojos se volvieron hacia el pequeño pájaro gris para el cual el Emperador estaba haciendo un movimiento de cabeza.
El ruiseñor cantó
maravillosamente. Las lágrimas acudieron a los ojos del soberano y
rodaron por sus mejillas. Por segunda vez entonó sus gorjeos el
pájaro, ahora con más delicadeza todavía, tanto que sus
notas ablandaron todos los corazones. El emperador quedó tan encantado
que le ofreció una distinción imperial, pero el ruiseñor la
declinó amablemente.
-He visto lágrimas en los ojos del Emperador -dijo- y ésa es mi más preciosa recompensa. Las lágrimas del Emperador tienen un poder extraordinario.
Y rompió de nuevo en un dulce y celestial canto.