-¡Música! -gritó el
Emperador-. ¡Oh, tú, precioso pajarito de oro! ¡Canta! ¡Canta!
Pero el ave, que estaba a su lado,
permanecía muda, pues no había allí nadie para darle cuerda. La Muerte continuaba mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías, y por lo demás todo era silencio alrededor, terrible silencio.
De pronto, cerca de la ventana abierta por
la cual entraba la luna, empezó a desgranarse un delicioso canto. Era el ruiseñor natural, el de carne y hueso, que estaba afuera posado en una rama. Había oído las palabras de angustia del Emperador y llegado para traerle consuelo y esperanza. Y a medida que él cantaba, los rostros acusadores se fueron haciendo más y más tenues, en tanto que la sangre corría con más fuerza por las venas del soberano a través de sus débiles miembros. Hasta la misma Muerte se quedó escuchando y dijo: "¡Sigue, pequeño ruiseñor, sigue!"
-Sí, si me das la espléndida espada de oro. Sí, si me das el estandarte. Sí, si me das la corona imperial.
Y la Muerte devolvió todas aquellas
riquezas a cambio de un canto. El ruiseñor siguió con sus canciones. Una de ellas hablaba de un tranquilo cementerio donde florecían las rosas, donde perfumaban el ambiente viejos rosales, y el césped fresco estaba siempre húmedo por las lágrimas de los deudos. Aquella melodía infundió a la Muerte nostalgias de su propio jardín, tanto que la impulsó a levantarse y desaparecer por la ventana en forma de una fría niebla gris.
-¡Gracias, gracias! -dijo el
Emperador-. ¡Oh, celestial pequeño cantor! Yo te eché de mi reino, y a pesar de ello has venido a exorcizar con tu canto las malas visiones de mi lecho, tanto que hasta la misma Muerte se alejó de mi corazón. ¿Cómo podré pagarte?
-Ya me has pagado -respondió el
ruiseñor-. Yo vi lágrimas en tus ojos la primera vez que canté para ti, y eso jamás podré olvidarlo. Esas son las joyas que de veras alegran el corazón de un cantor. Pero duerme ahora, y despiértate fresco y fuerte. Yo cantaré para ti.