El Emperador yacía pálido y
frío en su riquísimo lecho. Los cortesanos creyeron que estaba muerto, y fueron a presentar sus respetos al nuevo Emperador. Los lacayos salieron a toda prisa para discutir la cuestión, y las camareras se reunieron a tomar el té. En todas las salas y corredores se habían puesto colgaduras para amortiguar el ruido de los pasos, de manera que reinaba un gran silencio.
Pero el Emperador no estaba muerto
aún. Eso sí, apenas podía respirar, y le parecía tener un enorme peso sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte que estaba sobre él, con su corona de oro. En una mano tenía la espada del Emperador, y en la otra su estandarte imperial. Y por entre las colgaduras de terciopelo que rodeaban el lecho aparecieron como espiando muchos curiosos rostros. Eran las acciones del soberano, buenas y malas, que ahora lo miraban a la cara mientras la Muerte lo estaba sopesando.
-¿Te acuerdas de esto? -susurraban una tras otra-. ¿Te acuerdas de esto?
Y seguían diciendo tantas cosas que la transpiración corría por la cara del pobre moribundo.
-No lo sabía -decía el
Emperador-. ¡Música! ¡Música! ¡Redoblen los grandes tambores chinos para que yo no pueda oír eso que están diciendo!
Pero los rostros seguían hablando, y la Muerte sentada y aprobando con movimientos de cabeza, como un chino, todo cuanto aquéllos decían.