El maestro de música
escribió veinticinco volúmenes acerca del pájaro artificial. El tratado, además de extenso, estaba escrito en todos los más difíciles caracteres chinos. Todo el mundo dijo que lo había leído y entendido, pues de lo contrario habrían pasado por idiotas.
Las cosas siguieron así durante un
año entero. Tanto el Emperador como la corte y todos los demás
chinos se sabían de memoria cada mínimo gorjeo del maravilloso
pájaro artificial. Pero no por eso les agradaban menos, sino al
contrario; pues de esa manera podían unirse al canto ellos
también. Hasta los pilletes de la calle cantaban "Zizizí,
cluc, cluc, cluc". Y el Emperador, por supuesto.
Pero una tarde, cuando el pájaro
estaba cantando de lo mejor y el soberano lo escuchaba tendido en su lecho, algo se soltó dentro del ruiseñor con un chistido. Siguió un pequeño rechinar de todas las ruedas, y cesó la música.
El Emperador saltó del lecho y
mandó llamar a sus médicos particulares. Pero, ¿qué podían hacer ellos? Enviaron por el relojero, quien luego de no poca cháchara y de exámenes varios logró hacer marchar en cierta medida el mecanismo. Pero advirtió que habría que usarlo con suprema moderación, porque estaba muy desgastado, y no era posible renovar el mecanismo con la perfección necesaria para estar seguros del tono.
Aquello fue un golpe terrible. En adelante
sólo se permitió cantar al pájaro artificial una vez al año. El maestro de música dio una conferencia en que utilizó todas las más difíciles palabras chinas para demostrar que todo estaba tan bien como antes, y la gente quedó conforme.
Cinco años pasaron, hasta que un
día cayó sobre la nación una gran congoja. El Emperador, a quien todos querían mucho, estaba enfermo, y según se decía tenía los días contados. Ya se había elegido un nuevo soberano. El pueblo apiñado en la calle preguntaba al gentilhombre de servicio por la salud del Emperador, pero él sólo daba su respuesta habitual para las gentes de inferior jerarquía:
-"P" -decía, meneando
tristemente la cabeza.