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-De ningún modo -replicó Lord Henry -, de ningún modo, querido Basil. Pareces olvidar que estoy casado, y que el único encanto del matrimonio es que hace absolutamente necesaria a ambas partes una vida de superchería yo nunca sé dónde está mi mujer, y mi mujer nunca sabe dónde ando yo. Cuando nos encontramos -a veces nos encontramos, por casualidad, cuando comemos juntos en alguna casa o bajamos a ver al duque -, nos contamos las historias más absurdas, con la mayor seriedad del mundo. Mi mujer es en esto una notabilidad; muy superior a mí. Jamás se confunde en las fechas, y yo sí. Pero cuando me coge en alguna, no me hace escenas. A veces me gustaría que las hiciese; pero no, se contenta con reírse de mí.

-Detesto esa manera de hablar de tu vida conyugal, Harry -dijo Basil Hallward, dirigiéndose hacia la puerta que conducía al jardín -. Estoy seguro de que eres un buen marido; pero te avergüenzas de tus propias virtudes. Eres un ser realmente extraordinario. No dices una sola casa moral, y no haces ninguna inmoral. Tu cinismo no es más que una pose.

-La naturalidad no es más que una pose, y la más irritante de las que conozco -exclamó Lord Henry, echándose a reír.

Y salieron ambos al jardín, sentándose en un largo banco de bambú que había a la sombra de un gran laurel. El sol resbalaba sobre las hojas bruñidas. Unas cuantas margaritas blancas se estremecían entre la hierba.

Al cabo de una pausa, Lord Henry miró su reloj.

-Tengo que irme, Basil -murmure; pero antes insisto en que me contestes a la pregunta que te hice hace un rato.

-¿Qué pregunta?--dijo el pintor, sin levantar has ojos.

-De sobra lo sabes.

-Te aseguro que no.

-Bueno, te la repetiré. Quisiera que me explicases por qué no quieres exponer el retrato de Dorian Gray. El verdadero motivo.

-Ya te lo dije.

-No me lo dijiste. Dijiste que era a causa de lo mucho de ti mismo que había en ese retrato. Pero eso es una puerilidad.

-Harry -dijo Basil Hallward, mirándole en los ojos -, todo retrato pintado con emoción es un retrato del artista, no del modelo. Éste no es más que el accidente, la ocasión. No es él el revelado por el pintor, sino más bien éste quien, sobre el lienzo pintado, se revela a sí mismo. El motivo por el que no quiero exponer este retrato es que temo haber mostrado en él el secreto de mi propia alma.

Lord Henry se echó a reír.

-¿Y qué secreto es ése? -preguntó.

-Voy a decírtelo -dijo Hallward. Pero una expresión de perplejidad cruzó su rostro.

-Soy todo oídos, Basil -exclamó su amigo, mirándole de reojo.

-¡Oh!, poco hay que contar, Harry -contestó el pintor -. Y mucho temo que no lo entiendas. Puede que ni siquiera lo creas.

Lord Henry sonrió, e inclinándose, arrancó de entre la hierba una margarita de pétalos rosados.

-Tengo la seguridad de que te comprenderé -replicó, contemplando atentamente el botón dorado con su corona de pétalos -; y en cuanto a creerte, yo puedo creer todo, con tal de que sea increíble.

El viento desprendió algunas flores de los árboles, y las lilas espesas, con sus penachos de estrellas, se balancearon en el aire lánguido. Un saltamontes comenzó su chirrido junto al muro y, como una hebra azul, pasó una libélula larga y tenue, sostenida por sus alas de gasa parda. Lord Henry creyó sentir los latidos del corazón de Basil, y aguardó con impaciencia lo que iba a oír.

-La historia es ésta -dijo el pintor al cabo de un rato -: Hace dos meses fui a una de esas apreturas en casa de Lady Brandon que ésta llama sus reuniones. Tú sabes que nosotros, pobres artistas, tenemos que exhibirnos de cuando en cuando en sociedad, lo preciso para recordar a la gente que no somos unos salvajes. Con un frac y una corbata blanca, como tú dices, todo el mundo, hasta un agente de Bolsa, puede dárselas de civilizado. Bueno; llevaba ya diez minutos en el salón conversando con viudas emperifolladas y académicos aburridos, cuando, de pronto, tuve la sensación de que alguien estaba mirándome. Me volvía medias, y vi a Dorian Gray por vez primera. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí que me ponía pálido. Un extraño sentimiento de terror se apoderó de mí. Comprendí que me hallaba frente a alguien cuya simple personalidad física era tan fascinadora que, si me abandonaba, absorbería por completo mi vida, mi alma, mi arte mismo. Y yo no quería influencia externa alguna en mi existencia. Tú sabes, Harry, lo independiente que soy por naturaleza. Yo siempre he sido mi propio amo; por lo menos, hasta que encontré a Dorian Gray. Entonces... Pero ¿cómo explicártelo? Algo parecía advertirme de que me hallaba al borde de una terrible crisis en mi vida. Tuve como el extraño presentimiento de que el Destino me tenía reservados exquisitos deleites y sufrimientos exquisitos. Sentí miedo, y me volví para salir del salón. No fue la conciencia lo que me hizo obrar así, sino una especie de cobardía. Me faltó la confianza en mí mismo, en mis propias fuerzas.

-Conciencia y cobardía son realmente una misma cosa, Basil. La conciencia es la marca de fábrica; eso es todo.

-No lo creo, Harry, y espero que tú tampoco. De todos modos, fuera cual fuera el motivo -quizás el orgullo, porque yo era entonces bastante orgulloso -, lo cierto es que me precipité hacia la puerta. Allí, naturalmente, me tropecé con Lady Brandon. "¿No pensará usted en marcharse tan pronto, Mr. Hallward?", chilló. ¿Recuerdas la voz tan estridente y tan rara que tiene?

-Sí; es un pavo real en todo, excepto en la belleza -dijo Lord Henry, deshojando la margarita con sus dedos largos y nerviosos.

 
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