Era al declinar de un hermoso día de primavera; acá y allá flotaban en las altas regiones del cielo nubecillas de color de rosa, que parecían perderse en las azules profundidades, más bien que cernerse por encima de la tierra.
Delante de la ventana abierta de una linda casa situada en una de las calles exteriores de la capital del gobierno de O... (la historia pasa en 1842), estaban sentadas dos mujeres, una de las cuales podía tener cincuenta años, y la otra setenta. La primera se llamaba María Dmítrievna Kalitine. Su marido, ex-procurador del Gobierno, conocido, en su tiempo, como hombre muy listo para los negocios, carácter decidido y emprendedor, de un natural bilioso y obstinado, había muerto hacía diez años. Recibió una buena educación e hizo sus estudios en la Universidad; pero, nacido en una condición muy precaria, comprendió desde muy pronto la necesidad de hacerse una carrera y conquistarse una modesta fortuna. María Dmitrievna se casó con él por amor; no era feo, tenía talento y sabía, cuando quería, mostrarse muy amable. María Dmitrievna (Pestoff por su nombre de soltera) perdió a sus padres en temprana edad. Pasó muchos años en un colegio de Moscú; y, a su vuelta, fijó su residencia en su aldea hereditaria de Pokrosfsk, a 50 verstas de O... con su tía y su hermano mayor. Este no tardó en ser llamado a Petersburgo para entrar en el servicio, y hasta el día en que murió repentinamente, tuvo a su tía y a su hermana en un estado de humillante dependencia. María Dmitrievna heredó Pokrosfsk, pero no vivió allí mucho tiempo, Al segundo año de su matrimonio con Kalitine, que había logrado conquistar su corazón en algunos días, Pokrosfsk fue cambiado por otra posesión de rentas más considerables, pero sin nada que la hiciera agradable, y desprovista de habitación. Al mismo tiempo compró Kalitine una casa en O... donde se fijó definitivamente con su mujer. Junto a la casa extendíase un gran jardín, contiguo por un lado a los campos que rodean la población. «De este modo había dicho Kalitine, poco aficionado a disfrutar el tranquilo encanto de la vida campestre,- es inútil ir al campo.» María Dmitrievna echó mucho de menos, en el fondo de su corazón, su lindo Pokrosfsk, con su alegre torrente, sus vastos prados, sus frescas sombras; pero jamás contradecía a su marido, y profesaba un profundo respeto a su talento y al conocimiento que tenía del mundo. En fin, cuando él murió, después de quince años de matrimonio, dejando un hijo y dos hijas, María Dmitrievna estaba ya acostumbrada de tal modo a su casa y a la vida de la ciudad, que ni siquiera pensó en salir de O...