-¿Quién está sin pecado, tía mía? Convengo en que tiene ese lado débil. Serguei Petrowitch no ha recibido educación; no habla el francés, pero, dispénseme usted que se lo diga, es un hombre encantador.
-¡Sí, te lame las manos! Que no hable el francés, no es gran desgracia... Yo misma no estoy muy fuerte en ese dialecto. Valdría más que no hablase ninguna lengua, pero que dijera la verdad. Bueno, por ahí viene; tan pronto como se habla de él, asoma -añadió Marpha Timofeevna, echando una mirada a la calle.- ¡Míralo como viene a grandes zancadas tu hombre encantador! ¡Qué largo es! ¡Una verdadera cigüeña!
María Dmitrievna se arregló los bucles. Marpha Timofeevna la miró con ironía.
-¿Qué te pasa, querida? ¿Acaso un cabello blanco? Hay que reñir a tu Pelagia, para que vea mejor.
-Siempre será usted la misma, tía- murmuró María Dmitrievna con despecho.
Y comenzó a repiquetear con los dedos en el brazo del sillón.
-¡Serguei Petrowitch Guedeonofski!- anunció con voz aguda un lacayito cosaco de coloradas mejillas, apareciendo en la puerta.