Un libro, un itinerario abrasivo de la presencia de la mujer, del paisaje y la obsesión, tales los paradigmas internos que recorrieron la vida urgente de Vincent Van Gogh.
No la mujer en carne y hueso sino la mujer-guía: la señora Jones, la mujer-madre Kee Vos, Christine Hoornik de Siena, Margot Begemann. Las mujeres-retrato como Augustine Roulin y Madamme Ginoux.
Y luego los espacios, infinitos, inolvidables en la obra del genio: Isleworth, Amsterdam, le Borange, Arles, St. Remy, Auvers-sur-Oise, donde Vincent transcurrió su existencia procurando captar los colores, la atmósfera, la luz.
El dolor de la finitud y la obsesión por alcanzar la redención a través del arte, por una religiosidad íntima y tormentosa, por el amor fraterno, por el sol del mediodía francés y, en suma, por la muerte.
Una vida afanosa e inclaudicable en la que el arte interactuó, en doloroso gesto, con la voluntad férrea de una mano que nunca perdió el rumbo.
La vida de un hombre amado y abnegado, silenciado por la angustia y la desesperación creadora que sólo pudo encontrar quietud, finalmente, al trascender la muerte.