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La letra y otros cuentos cicatrizados de Marcela Bojanic  

La letra y otros cuentos cicatrizados
de Marcela Bojanic


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Descripción del libro "La letra y otros cuentos cicatrizados"


Como explico en el prólogo, estos cuentos son mellizos de obra, pero no todos tienen algo en común. Su agrupación en una misma publicación no observa ningún orden o clasificación específica más que el hecho de ser míos y ahora también de ustedes.

Los personajes son reales; no lo duden. Los Dioses me los pusieron en el camino. Y ya que estamos, aprovecho para comunicarle a la Divinidad que si lo que tenía que aprender es que hay trastornados, entérense de que ya lo entendí y de que podemos pasar a otro tema.

La mayoría de las vivencias que se relatan en esta obra las disfruté durante los padecimientos de algunos viajes por paises hermanos y los años que viví en el 2381 de Av. Belgrano (y Matheu, en Balvanera). Fueron tiempos fructíferos, que junto con mis horas en el PAMI de Dante, me proveyeron generosamente de un menú de personajes amplio hasta la desesperación... Tengo testigos.

La Letra es el cuento que le dá nombre a la obra. La escribí después de mi encuentro con ciertos cholos "escribas" que se sientan por horas con su máquina de escribir en las esquinas de la Plaza San Francisco, en La Paz, a la espera del cliente analfabeto o casi analfabeto que necesita comunicar algo de cierta seriedad. Creo que en el relato se percibe el asombro de las cholas que rodean de magia lo inexplicable de un avión, una máquina de escribir o la solemnidad de la palabra escrita.

El Minero es de tinte parecido pero explica la desesperación de la tumba, del momento en que uno se acerca demasiado a la muerte para darse cuenta de que siempre estuvo sentado a la mesa con ella.

Locura es muy diferente. Es la historia de un vampiro que, como cualquier porteño, se las tiene que rebuscar para sobrevivir en medio de una Buenos Aires violenta y económicamente quebrada. Sus esfuerzos por conseguir la sangre de cada dia "dánosle hoy" lo llevan de las bailantas a Puerto Madero y viceversa, incluyendo vecinas chusmas, travestis, comisarios, y otras yerbas porteñas.

Simétricos es uno de mis preferidos. Es el diario de un señor que perdió lo que mas quería y de la relación obsesiva y perversa los zapatos, que ocupan su mente casi todo el tiempo que no está durmiendo.

Los Morazán es el relato de una tribu salvaje que habita el Delta del Paraná, cerca del Tigre. Son muy parecidos a los seres humanos pero no se mezclan con nosotros. O mejor digamos que no quieren pero tienen que hacerlo por una razón de salúd. Gertrudis, la bibliotecaria que todos llevamos dentro, cáe en las garras de estos mutantes y queda sometida a un cautiverio que, no sólo la cambiará por completo sino que también va a transformar el funcionamiento político de la tribu.

El Ozobuco relleno de Apeiron, es sólo para entendidos. No, ni tanto. Es la felíz historia de Quique contra el sistema hospitalario. No. No es verdad. Es la triste historia de un pibe de barrio que va a parar a las manos de un grupo de medicos que intentan salir a cualquier precio de la cotidianeidad de un hospital que los asfixia. Pero Quique -Enrique Ontóñez- junto con su mamá y la curandera van a tomar las riendas del asunto.

La Otra, es el relato paranóico de una carrera contra la fatalidad que nos acecha cuando el enemigo nos visita mientras dormimos.

Estas son las siete píldoras que les dejo. Recuerden que se toman con vino tinto y únicamente los domingos a la tarde, para evitar el bajón del "día luna día pena". En caso de sobredosis no acudan a su médico y contáctenme inmediatamente.

Espero que se entretengan; ése es el único propósito.

Marcela Bojanic


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Acerca de Marcela Bojanic


Nací (aunque no me preguntaron) el dos de Mayo de 1974 en Buenos Aires, en la maternidad del Hospital Italiano. Hacía un frío que calaba los huesos, me diría años después mi abuelo Pepe. El obstetra, Renzo Bertolozzi, me salvo de la censura que empuñaba una vuelta de cordón alrededor de mi cuello. Cada vez que lo visito para cumplir con la causa de Tita Merello, me recuerda que todavía tiene mi ficha de nacimiento en el archivo.

Crecí en el barrio de Caballito, a una cuadra del Parque Rivadavia, y cursé el secundario en el Liceo N° 2, que queda pegado al parque. Esa cuadra era larga como el desierto de Moisés. Siempre llegaba tarde. Los años en la escuela pública fueron caóticos y dulces. Se veía de todo. El Loia que tenía plata y se iba a Cuba de vacaciones todos los años, y Choque que casi se quedaba libre por las faltas, por no tener ni una moneda para tomar el colectivo desde la villa 21. Creo que de esta forma uno aprende a ser solidario por amor, cuando en vez de comprarse un alfajor en el bufette uno se compra galletitas porque así "comemos todos".

Con Viviana Lee me mandé un par de barrabasadas graves con petardos y falsificaciones, pero nunca nos agarraron. Mas aún, tuvimos medallas al mérito las dos, además de la de abanderada (ella) y primera escolta (yo).

Mi hermano no tuvo tanta suerte y terminó en un colegio de curas. Así y todo se las rebuscó y creo que la pasó bastante bien.

De mis padres no voy a decir mucho (sería interminable). Mi viejo va a la iglesia croata, tiene tres cerraduras en la puerta, que revisa cada noche varias veces antes de dormir, después de chequear que no haya una pérdida de gas y que el reflejo sobre el mármol del edificio de enfrente le devuelva la imagen de nuestra cochera cerrada y sin problemas. Es ingeniero naval, pero creo que siempre le gustó más la Economía y la Historia. No puede parar. Tiene que saber hasta qué "gomina" usaba Stalin para peinarse los bigotes y exactamente qué palabras dijo Napoleón cuando salió de la isla.

Mi vieja ha cambiado mucho (por suerte). Nunca entendió que somos personas distintas y me quiso amoldar como pudo a lo que supuso era lo mejor. Pero ahora es más flexible y ya no dice "locos en mi casa, no" como respuesta a cualquier intercambio de opiniones. A pesar de eso, debo reconocer que siempre nos inspiró amor por la libertad y la autosuficiencia que son, sin duda, un cincuenta por ciento de mi felicidad hoy.

Cursé Filosofía en La Universidad de Buenos Aires, en Puán 470. A esos compañeros, profesores y a las vivencias de mis viajes rotosos por países hermanos (Perú, Bolivia, Chile, Ecuador, Uruguay, Brasil, México "¡Viva el Sub!") les debo todo -repito: todo-, cada cicatriz que se vuelve recurso.

El trabajo. bueh . Trabajé como programadora en las oficinas centrales (Nivel Central) del Instituto Nacional del Servicios Sociales para Jubilados y Pensionados (PAMI, para los amigos) durante siete años. A pesar de lo que la gente cree trabajamos muchísimo y sufrimos mucho stress, que fue una de las razones por las que tuve que irme. Me quedaron algunas secuelas, como por ejemplo una paranoia bastante aguda, alergias en la piel (me la pasé casi un año tomando antibióticos tres semanas de las cuatro de cada mes) y otras cosas que solo se yo (pero se las puedo contar por e-mail).

Finalmente me fui del "Instituto" con la idea de construir unas cabañas en Muisne (Ecuador) con unos amigos, para ver si podíamos hacer una especie de hotel barato para viajeros. Pero lamentablemente Ecuador dolarizó la economía y lo poco que teníamos no nos iba a alcanzar ni para chupetines.

Ante el panorama que se venía, decidí asociarme con mi mejor amiga Viviana Lee y juntas abrimos un lavadero de autos y cafetería en Flores (Ramón Falcón 2848). Teníamos muchísimos clientes que no nos cambiaban "por nada en el mundo". Pero lamentablemente el 2001 fue el año más lluvioso en Buenos Aires desde 1925 (así lo publicó el Clarín) y llovía un promedio de veintitrés días por mes. Claro que los ocho días que había sol no parábamos de trabajar, pero no alcanzaba ni para el alquiler. Para hacerla corta, digamos que vendimos, pagamos deudas y nos exiliamos.

Algunas cosas no las puedo contar todavía. Acabo de cumplir treinta años y vivo por ahí.


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