Vivimos tiempos difíciles, y cada vez encontramos más
rupturas en los valores de nuestras sociedades. En la diversidad y la
heterogeneidad socio-cultural de los hombres, tenemos que reconocer que es
necesario abrir nuestra mente cuando pretendemos ser portadores de la verdad, y
participantes de lo coherente. Debemos buscar la verdad siempre con un
razonamiento inteligente y ecuánime, donde cada ser humano tenga consideración y
cabida en nuestras ideologías, y en nuestras valoraciones mezquinas llenas casi
siempre de indiferencia, egoísmo, y apatía. Debemos darle valor a todo hombre, y
no perder nunca de vista la realidad de nuestra naturaleza y de nuestra
diversidad.
Es necesario que cada ser humano acepte de forma honesta
la pluralidad, siempre en búsqueda de la dignidad del hombre en general. Todos
sabemos que no hay verdades absolutas, y nuestra incapacidad de admitir
diferentes razonamientos o diferentes creencias, ha sido aquella que nos ha
arrastrado por los campos de la guerra y de la obstinación eterna. Pero la
oposición en el hombre parece ser perpetua, porque los hombres no pueden ni
pensar, ni dirigirse de la misma manera. Es por eso que debemos respetar
nuestras diferencias, y nunca perder el valor del bien moral, ni volvernos
indiferentes de la responsabilidad que tenemos como sociedad de buscar el
progreso ético y el bienestar general.
Es necesario que los hombres trabajemos por el orden y
por el equilibrio de nuestras acciones. Es necesario que escudriñemos en
nuestras razones, para intentar moderar y equilibrar nuestras creencias y
nuestras convicciones. Nuestra verdad puede ser la que mejor nos sostenga en una
sociedad de popularidades ciegas y conveniencias severas, pero ninguna verdad
podrá ser justa ni perfecta, mientras no estemos dispuestos a aceptar de forma
abierta y sincera, que todos los hombres portamos el estandarte de la
incertidumbre, de la perversidad, de la mezquindad, y de la decadencia. Mientras
no pongamos al "yo" obstinado y soberbio a un lado, nunca encontraremos la
justicia que pretendemos, y nunca seremos capaces de buscar la integridad
individual, que nos lleve a trabajar y a perseverar por el respeto de los
demás.
Debemos aceptar de forma respetuosa y humilde, que cada
hombre tiene las mismas necesidades terrenales de sobrevivir y de trascender, en
un mundo de arbitrariedades y disparidades complejas e infames. No debemos tapar
nuestros ojos frente al deseo ajeno, que surge de los mismos sentimientos
humanos y perversos, que buscan sostener y alimentar su vida y su bienestar, con
las mismas pasiones y con los mismos anhelos que cada hombre posee en su
profundidad existencial.
Nuestro origen es un misterio y un doloroso desconsuelo,
cuando la idea de lo mortal y de lo eterno estremece nuestro pequeño
pensamiento. Nuestro origen y nuestro fin son aún un enigma, y no hemos logrado
apaciguar la incertidumbre de nuestra realidad, ni nuestros deseos de
perdurabilidad.
El hombre ha saltado y ha trascendido más allá de su
naturaleza salvaje y burda, para buscarse un lugar, y para proporcionarse un
bienestar. El hombre ha sido siempre un buscador y un soñador, que trama entre
sus complejidades y entre sus incertidumbres cobardes. Ahí estamos todos los
hombres, desde los ordinarios hasta los extraordinarios, incapaces de poner un
límite a nuestra mezquindad, y a nuestro narcisismo descomunal. Incapaces de
actuar con mesura y prudencia, por nuestra ignorancia de no buscar la razón y la
inteligencia en nuestras actitudes mediocres y perversas. Incapaces de no
detener nuestras imprudencias de juzgar a los demás de manera arbitraria y
severa, como si fuésemos portadores de la perfección y de la pureza.
Dejar de lado el ego y el individualismo mezquino para
dar paso a la igualdad primordial de los seres humanos en general, es un sueño
poco real que produce desencanto en el terreno de los hombres violentos e
ingratos. El ego quiere siempre ser el opresor y el instigador del prójimo. Los
prejuicios del hombre lo llevan al desborde de su autonomía y de su adulación
deforme, que deja a su paso la crueldad de la indiferencia y de la marginación
insensata y perversa.
Debemos trabajar para fomentar la responsabilidad que
tenemos como humanos de respetar al prójimo, por encima de nuestros prejuicios
de pureza y de dominio. Nuestra dosis imaginaria no nos permite reconocer la
paridad en la esencia del ser.
Si creemos en Dios como un ser superior y justo,
concedámonos la dignidad de seguir y de honrar su verdad. Esa verdad que tanto
peleamos y cacareamos. Esa verdad que da a los hombres su respeto y su
integridad excepcional como humanos.
Si no creemos en Dios, y creemos en la virtud de nuestro
razonamiento libre y autónomo; aquel razonamiento con el que nosotros mismos nos
adornamos y nos equiparamos como seres humanos reflexivos y abiertos a la
verdad, concedámonos la dignidad de razonar de forma noble y elevada, dándole a
cada hombre su merito y su grandeza universal, a pesar de sus torpezas y de su
veleidad.
A mayor o menor imbecilidad, todo hombre nada en las
arenas de la soberbia y la desmesura de la imaginería mental, muchas veces poco
razonable, y muy lastimosa e infame cuando se trata de subyugar y destruir a los
demás.
El hombre no puede eximirse de su responsabilidad de
respeto hacia los demás. La soberbia y el egoísmo individual deben ser
analizados profundamente, y cada hombre lleva la responsabilidad universal a sus
espaldas de no dañar la autonomía, ni la dignidad de las personas que considera
diferentes o adversarias.
Dañar la libertad de otros es dañar el espíritu global,
que encierra a todos los hombres dentro de una masa uniforme que en su origen no
contiene ninguna discriminación, que lo aparte o que lo segregue de su destino o
de su causa final y noble.
La irresponsabilidad de nuestras palabras y de nuestras
acciones que intentan aplastar y humillar a los demás, roban la energía de
nuestras víctimas, destruyendo y despreciando su dignidad y su autoestima.
Nuestra crueldad intestina sacude los espíritus de nuestras víctimas, que se
arrastran en los campos de la discriminación incoherente y caníbal.
La acción de responsabilidad es maravillosa y enorme, y
no podemos dejarnos incapaces de poner límites a nuestras perversidades y a
nuestros atavíos exagerados, de creernos hombres superiores y dotados de
cualidades mayores.
El rechazo a la diferencia es una crueldad sin
fronteras, que no tiene ninguna valentía o grandeza. El rechazo a la diferencia
es una ignorancia de proporciones salvajes y poco razonables, que dejan al
hombre sumido en su mediocridad y en su narcisismo torpe, que lo seducen a
conducirse con actitudes bestiales e innobles. Ese hombre necio que no desea el
bien para los demás, y que sólo se preocupa por su bien individual, es un hombre
que no ha alcanzado el progreso moral, ni la sabiduría primordial de verse
reflejado en los ojos de los demás, y reconocerse como a un igual. Nuestra
divinidad es sublime y sagrada, y debemos trabajar para interceptar el egoísmo
de nuestras conciencias, buscando siempre el bienestar de todos los seres
humanos en cada una de nuestras decisiones y de nuestros actos.
No
será posible que todos los hombres tengan el deseo o la intención dejar de lado
el egoísmo y la mezquindad, pero los pocos que logren exaltar su belleza
espiritual, serán suficientes para hacer de este mundo un mejor lugar, para
aquellos que encuentran la felicidad en la ecuanimidad, en la honestidad, y en
todas las formas de bien moral. La noción del bien y de la fraternidad es
inherente a toda alma, y es el brillo de la belleza humana en cualquier lugar
que el hombre pretenda infestar.