II
Era
una noche sin luna, más negra que la boca de un túnel, solo las estrellas hacían
que se diferenciara el cielo de la tierra.
No
más poner los pies fuera y cerrar la puerta con llave, una cegadora luz le
iluminó a él y a todo el entorno.
Una
gran bola de fuego precedida de una larga cola incandescente se perdía en la
lejanía del frondoso bosque; parecía que en su caída hubiera traspasado los
límites de aquella exuberante masa vegetal.
Hacía
un viento huracanado impregnado de un fuerte olor a azufre, como si a lo lejos
aquella bola de fuego hubiera incendiado parte de un monte que precisamente era
de terreno sulfuroso.
Entre la casa y el inicio del bosque sólo había unos
25
metros de
césped que David mantenía en perfectas condiciones pese a la estación
otoñal.
Como
apenas podía ver a consecuencia de la oscuridad reinante, tropezó al dirigirse
hacia el bosque con algo blando, fofo y pesado, dirigió hacia el obstáculo su
linterna, lo que le hizo dar un gran salto hacia atrás, con la escasa luz de la
linterna pudo ver a un ciervo adulto con los intestinos desparramados a su
alrededor y cubierto por un enjambre de algo que parecían cucarachas. Era la
primera vez que las veía.