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CAPÍTULO PRIMERO

EL ASALTO DEL "MARIANA"

-¿Vamos avante? ¿Sí o no? ¡Voto a Júpiter! ¡Es imposible que hayamos varado en un banco como unos estúpidos!

-No se puede, señor Yáñez.

-Pero, ¿qué es lo que nos detiene?

-Todavía no lo sabemos.

-¡Por Júpiter! ¡Ese piloto estaba borracho! ¡Valiente fama la que así se conquistan los malayos! ¡Yo que hasta esta mañana los había tenido por los mejores marinos de los mundos! Sambigliong, manda desplegar otra vela. Hay buen viento, y quizás logremos pasar.

-¡Que el diablo se lleve a ese piloto imbécil!

Quien así hablaba se había vuelto hacia la popa con el ceño fruncido y el rostro alterado por violenta cólera.

Aun cuando ya tenía edad (cincuenta años), era todavía un hombre arrogante, robusto, con grandes bigotes grises cuidadosamente levantados y rizados, piel un poco bronceada, largos cabellos que le salían abundantes por debajo del sombrero de paja de Manila, de forma parecida a los mejicanos y adornado con una cinta de terciopelo azul.

Vestía elegantemente un traje de franela blanca con botones de oro, y le rodeaba la cintura una faja de terciopelo rojo, en la cual se veían dos pistolas de largo cañón, con las culatas incrustadas en plata y nácar- armas, sin duda alguna, de fabricación india-; calzaba botas de agua de piel amarilla y un poco levantadas de punta.

-¡Piloto!- gritó.

Un malayo de epidermis de color hollín con reflejos verdosos, los ojos algo oblicuos y de luz amarillenta que causaba una expresión extraña, al oír aquella llamada abandonó el timón y se acercó a Yáñez con un andar sospechoso que acusaba una conciencia poco tranquila.

-Podada- dijo el europeo con voz seca, apoyando la diestra sobre la culata de una pistola-. ¿Cómo va este negocio? Me parece que había dicho usted que conocía todos estos parajes de la costa de Borneo, y por eso lo he embarcado.

-Pero señor...- balbució el malayo con aire cohibido.

-¿Qué es lo que quiere usted decir?- preguntó Yáñez, que parecía haber perdido por primera vez en su vida su calma habitual.

-Antes no existía este banco.

-¡Bribón! ¿Ha salido acaso del fondo del mar esta mañana? ¡Es usted un imbécil! Ha dado un falso golpe de barra para detener el "Mariana".

-¿Para qué, señor?

-¿Qué sé yo? Pudiera suceder que estuviese de acuerdo con esos enemigos misteriosos que han sublevado a los dayakos.

-Yo nunca he tenido relaciones más que con mis compatriotas. señor.

-¿Cree usted que podemos desencallar?

-Sí, señor; en la marea alta.

-¿Hay muchos dayakos en el río?

-No lo creo.

-¿Sabe si tienen buenas armas?

-No les he visto más que algunos fusiles.

-¿Qué será lo que les habrá hecho sublevarse?- murmuró Yáñez-. Aquí hay un misterio que no acierto a desentrañar, aun cuando el Tigre de la Malasia se obstine en ver en todo esto la mano de los ingleses. Esperemos a ver si llegamos a tiempo de conducir a Mompracem a Tremal-Naik y a Damna antes de que los rebeldes invadan sus plantaciones y destruyan sus factorías. Veamos si podemos dejar este banco sin que la marea alcance el máximum de su altura.

Volvió la espalda al malayo, se fue a la proa, y se inclinó en la amura del castillo.

El barco que había encallado, probablemente por efecto de una falsa maniobra, era un espléndido velero de dos palos, de reciente construcción, a juzgar por sus líneas todavía limpias, impecables, y con dos enormes velas, las de los grandes paraos malayos.

Debía desplazar por lo menos doscientas toneladas, e iba tan bien armado, que podía hacerse temer de cualquier mediano crucero.

Sobre la toldilla se veían dos piezas de buen calibre protegidas por una plataforma movible formada por dos gruesas planchas de acero dispuestas en ángulo, y en el castillo de proa cuatro bombardas o enormes espingardas, armas excelentes para ametrallar al enemigo, aun cuando de poco alcance.

Además llevaba una tripulación, demasiado numerosa para un barco tan pequeño, compuesta de cuarenta malayos y dayakos, ya de cierta edad, pero todavía fuertes, de rostro altivo y con no pocas cicatrices, lo cual indicaba que eran gente de mar y de guerra a un mismo tiempo.

La embarcación estaba detenida en la boca de una bahía extensa, en la cual desaguaba un río que parecía caudaloso.

Multitud de islas, entre ellas una muy grande, la defendían de los vientos de Poniente. La bahía hallábase rodeada de escolleras coralíferas y de bancos cubiertos de vegetación muy espesa y de color verde intenso.

El "Mariana" había encallado en uno de aquellos bancos ocultos por las aguas, que entonces comenzaba a verse por efecto de la baja marea.

La rueda de proa se había encajado profundamente, haciendo imposible ponerlo a flote con sólo el medio de lanzar el ancla a popa y halar la cuerda.

-¡Perro de piloto! exclamó Yáñez después de haber observado con atención el bajo-. ¡No saldremos de aquí antes de medianoche! ¿Qué me dice usted, Sambigliong?

Un malayo de cara arrugada y cabellos encanecidos, pero que, sin embargo, parecía muy robusto, se había acercado al europeo.

-Digo, señor Yáñez, que sin la ayuda de la pleamar, son inútiles todas las maniobras.

-¿Tienes confianza en ese piloto?

-No sé qué decirle, capitán- respondió el malayo-, pues no lo he visto nunca. Pero...

-Continúa- dijo Yáñez.

-Eso de haberlo encontrado solo, tan lejos de Gaya, metido en una canoa que no podría resistir una ola, y enseguida ofrecerse a guiarnos... ¡Vamos!... Me parece que todo eso no está muy claro.

-¿Se habrá cometido una imprudencia al confiarle el timón?- se preguntó Yáñez, que se había quedado pensativo.

Después, sacudiendo la cabeza como si hubiese querido arrojar lejos de sí un pensamiento importuno, añadió:

-¿Por qué razón ese hombre, que pertenece a vuestra raza, habrá querido perder el mejor y más poderoso parao del Tigre de la Malasia? ¿No hemos protegido siempre a los borneses contra las vejaciones de Inglaterra? ¿No hemos derrotado a James Broak para dar la independencia a los dayakos de Sarawak?

-¿Y por qué, señor Yáñez- dijo Sambigliong-, se han levantado en armas tan de improviso contra nuestros amigos los dayakos de la costa? Porque también Tremal-Naik, al crear factorías en estos litorales antes desiertos, les ha proporcionado el medio de ganarse la vida cómodamente sin correr el riesgo de caer en manos de los piratas que los diezmaban.

 
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de Emilio Salgari

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