(1712 a 1719)
Emprendo una tarea que no ha tenido jamás emjemplo y que no tendrá, seguramente, imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este hombre seré yo.
Yo solamente. Conozco a los hombres y siento lo que hay dentro de mí mismo. No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto, y aun me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no valgo más que los demás, soy, cuando menos, distinto de ellos. Si la naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molele en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído.
Cualquiera que sea el día en que suene la trompeta del juicio, yo, con este libro en la mano, me presentaré ante el supremo juez y le diré resueltamente: he aquí lo que hice, lo que pensé, lo que fui. Dije lo bueno y lo malo con igual franqueza. Nada malo me callé, ni me atribuí nada bueno, y si he empleado algún adorno indiferente, lo hice únicamente para llenar un vacío causado por mi falta de memoria. Pude haber supuesto cierto lo que sabía que podía haberlo sido, pero nunca lo que sabía que era falso. Me he mostrado cual fui según los casos: despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime; he puesto de manifiesto mi alma tal como tú la has visto, oh Ser Supremo. Reúne en torno de mí la innumerable multitud de mis semejantes a fin de que escuchen mis confesiones, lamenten mis flaquezas, se avergüencen de mis ruindades, y luego descubra cada cual su corazón con igual sinceridad que la mía, y si hay entonces alguno que se atreva, diga en tu presencia: Yo fui mejor que ese hombre.
Nací en Ginebra, en 1712. Fueron mis padres el ciudadano Isaac Rousseau y Susana Bernard, ciudadana. Mi padre no tenía más medio de subsistencia que su profesión de relojero -en la que, ciertamente, era muy hábil-, pues le correspondió muy poco o casi nada de una escasa herencia repartida entre quince hermanos. Mi madre, hija del ministro Bernard, era más rica; además era bella y discreta. No sin prolijo trabajo obtuvo mi padre su mano: comenzaron sus amores casi al comenzar la vida; de ocho a nueve años se paseaban juntos por la Treille, y a los diez ya no podían vivir separados. El sentimiento que había despertado en ellos la costumbre, se afirmó por la simpatía, la uniformidad de sus almas. Nacidos tiernos y sensibles ambos, sólo esperaban la ocasión de hallar igual disposición en otra alma, o mejor, esta ocasión les esperaba a ellos mismos, que entregaron su corazón al primero que encontraron dispuesto a recibirle.
La suerte, que parecía contrariar su pasión, no hizo sino aumentarla. El joven amante, no pudiendo obtener a su amada, se consumía de dolor; ella le aconsejó que viajase para olvidar, cuyo consejo siguió, aunque en vano, porque volvió aún más amante al lado de aquella que había continuado fiel y llena de ternura. Después de esta prueba, ¿qué más podría resultar que amarse ya toda la vida? Así se lo juraron, y el cielo bendijo su juramento.