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El más útil y el menos avanzado de todos los conocimientos humanos, es en mi concepto, el relacionado con el hombre (b); y me atrevo a decir que la sola inscripción del templo de Delfos, contenía un precepto más importante y más difícil que todos los contenidos en los grandes volúmenes de los moralistas. Asimismo considero que el objeto de este discurso es una de las cuestiones más interesantes que la filosofía pueda proponer, como también desgraciadamente para nosotros, una de las más espinosas para los filósofos resolver. Porque, ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres, si antes no se les conoce a ellos? Y ¿Cómo llegará el hombre a contemplarse tal cual lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión del tiempo y de las cosas ha debido producir en su complexión original, y distinguir entre lo que forma su propia constitución y lo que las circunstancias y su progreso han añadido o cambiado a su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glauco, que el tiempo, el mar y las tormentas habían de tal suerte desfigurado que parecía más bien una bestia feroz que un dios, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas que se renuevan sin cesar, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por las modificaciones efectuadas en la constitución de los cuerpos y por el choque continuo de las pasiones, ha, por decirlo así, cambiado de apariencia hasta tal punto, que es casi incognoscible, encontrándose, en vez del ser activo que obra siempre bajo principios ciertos e invariables, en vez de la celeste y majestuosa sencillez que su autor habíale impreso, el deforme contraste de la pasión que cree razonar y el entendimiento que delira.

Y lo más cruel aún, es que todos los progresos llevados a cabo por la especie humana, la alejan sin cesar de su estado primitivo. Mientras mayor es el número de conocimientos que acumulamos, más difícil nos es adquirir los medios de llegar a poseer el más importante de todos; y es que, a fuerza de estudiar el hombre, lo hemos colocado fuera del estado conocible.

Fácilmente se concibe que en estos cambios sucesivos de la constitución humana, es donde hay que buscar al origen primero de las diferencias que distinguen a los hombres, los cuales son, por ley natural, tan iguales entre sí, como lo eran los animales de cada especie antes que diversas causas físicas hubiesen introducido en algunas de ellas las variedades que hoy notamos. En efecto, no es concebible que esos primeros cambios, cualquiera que haya sido la manera como se han operado, hayan alterado de golpe de igual suerte, todos los individuos de la especie, sino que, habiéndose perfeccionado o degenerado los unos y adquirido diversas cualidades, buenas o malas, que no eran en lo absoluto inherentes a su naturaleza, hayan permanecido los otros por largo tiempo en su estado original. Tal fue entre los hombres la primera fuente de desigualdad, la cual es más fácil de demostrar en general que de determinar con precisión sus verdaderas causas.

No se imaginen mis lectores que yo me lisonjeo de haber logrado ver lo que me parece tan difícil ver. He raciocinado, me he atrevido a hacer algunas conjeturas, pero ha sido más con la intención de esclarecer la cuestión, llevándola a su verdadero terreno, que con la esperanza de solucionarla. Otros podrán fácilmente ir más lejos en esta vía, pero a nadie le será dado con facilidad llegar a su verdadero fin, pues no es empresa sencilla la de distinguir lo que hay de original y lo que hay de artificial en la naturaleza actual del hombre, ni de conocer perfectamente un estado que ya no existe, que tal vez no ha existido, que probablemente no existirá jamás y del cual es necesario, sin embargo, tener nociones justas para poder juzgar bien de nuestro estado presente. Sería preciso que fuese más filósofo que lo que puede ser el que emprendiese la tarea de determinar con exactitud las precauciones que deben tenerse en cuenta para hacer sobre esta materia sólidas observaciones; y por esto juzgo que una buena solución del problema siguiente, no sería indigna de los Aristóteles y de los Plinios de nuestro siglo: ¿Qué experiencias serían necesarias para llegar a conocer el hombre primitivo y cuáles son los medios para llevar a cabo esas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de emprender la solución de este problema, creo haber meditado bastante sobre él para atreverme a decir de antemano que los más grandes filósofos no serán capaces de dirigir tales experiencias, ni los más poderosos soberanos de realizarlas; concurso este que no sería razonable esperar que se llevase a efecto, sobre todo con la perseverancia, o mejor aún, con el contingente de luces y de buena voluntad necesarias de ambas partes para alcanzar el éxito.

Estas investigaciones tan difíciles de ejecutar y en las cuales se ha pensado tan poco hasta ahora son, sin embargo, los únicos medios que nos quedan para vencer una multitud de dificultades que nos impiden adquirir el conocimiento de las bases reales sobre las cuales descansa la sociedad humana. Esta ignorancia de la naturaleza del hombre, es la que arroja tanta incertidumbre y oscuridad sobre la verdadera definición del derecho natural; pues la idea del derecho, dice Burlamaqui, y sobre todo la del derecho natural, son evidentemente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Es, pues, de esta misma naturaleza, continúa el citado autor, de su constitución y de su estado de donde deben deducirse los principios de esta ciencia.

No sin sorpresa y sin escándalo se nota el desacuerdo que reina sobre tan importante materia entre los diversos autores que la han tratado. Entre los más serios escritores, apenas si se encuentran dos que opinen de la misma manera. Sin tomar en cuenta los filósofos antiguos, que parecen haberse dado a la tarea de contradecirse mutuamente sobre los principios más fundamentales, los jurisconsultos romanos sometían indiferentemente el hombre y todos los demás animales a la misma ley natural, porque consideraban más bien bajo este nombre la ley que la naturaleza se impone a sí misma, que la que ella prescribe, o mejor dicho, a causa de la acepción particular que tales jurisconsultos daban a la palabra ley, la que parece no tomaban en esta ocasión más que por la expresión de las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los seres animados por su común conservación. Los modernos, no reconociendo bajo el nombre de ley más que una regla prescrita a un ser moral, es decir, a un ser inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres, limitan al solo animal dotado de razón, es decir, al hombre, la competencia de la ley natural, pero definiéndola cada cual a su modo, básanla sobre principios tan metafísicos, que hay, aun entre nosotros mismos, pocas personas que puedan comprenderlas y encontrarlas por sí mismas. De suerte que todas las definiciones de estos sabios, en perpetua contradicción entre ellos mismos, sólo están de acuerdo en lo siguiente: que es imposible comprender la ley natural y por consecuencia obedecerla, sin ser un gran razonador y un profundo metafísico; lo que significa precisamente que los hombres han debido emplear para el establecimiento de la sociedad, luces y conocimientos que sólo se desarrollan a fuerza de trabajo yen muy reducido número de talentos en el seno de la sociedad misma.

Conociendo tan poco la naturaleza y estando tan en desacuerdo sobre el sentido de la palabra ley, sería muy difícil convenir en una buena definición de la ley natural.

 
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Discurso sobre el origen de la desigualdad de Juan Jacobo Rousseau   Discurso sobre el origen de la desigualdad
de Juan Jacobo Rousseau

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