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A LA REPUBLICA DE GINEBRA

Honorables y soberanos señores:

Convencido de que sólo al ciudadano virtuoso corresponde rendir a su patria honores que pueda conocer como suyos, hace treinta años que trabajo por merecer poder ofreceros un homenaje público, y en esta feliz ocasión que suple en parte lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he creído que me sería permitido consultar el celo que me anima más que el derecho que debería autorizarme. Habiendo tenido la felicidad de nacer entre vosotros, ¿cómo podría meditar sobre la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los hombres sobre la desigualdad que ellos han instituido, sin pensar en la profunda sabiduría con que la una y la otra felizmente combinadas en este Estado, concurren, de la manera más semejante a la ley natural y la más favorable a la sociedad, al mantenimiento del orden público y al bienestar de los particulares? Escudriñando las mejores máximas que el buen sentido pueda sugerir sobre la constitución de un gobierno, he sido de tal manera sorprendido de verlas todas en práctica en el vuestro, que en el caso mismo de no haber nacido dentro de vuestros muros, me habría creído obligado a ofrecer este cuadro de la sociedad humana, a aquel que, de todos los pueblos me parece poseer las más grandes ventajas y haber el mejor prevenido los abusos.

Si me hubiese sido dado escoger el lugar de mi nacimiento, habría escogido una sociedad de una magnitud limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en donde cada cual bastase a su empleo, en donde nadie fuese obligado a confiar a otros las funciones de que estuviese encargado; un Estado en donde todos los particulares, conociéndose entre sí, ni las intrigas oscuras del vicio ni la modestia de la virtud, pudiesen sustraerse a las miradas y a la sanción públicas, y en donde, ese agradable hábito de verse y de conocerse, hace del amor de la patria el amor de los ciudadanos con preferencia al de la tierra.

Yo habría querido nacer en un país en donde el soberano y el pueblo tuviesen un mismo y solo interés, a fin de que todos los movimientos de la máquina social no tendiesen jamás que hacia el bien común, lo cual no puede hacerse a menos que el pueblo y el soberano sean tina misma persona. De esto se deduce que yo habría querido nacer bajo el régimen de un gobierno democrático, sabiamente moderado.

Yo habría querido vivir y morir libre, es decir, de tal suerte sumiso a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honorable yugo; ese yugo saludable y dulce que las cabezas más soberbias soportan con tanta mayor docilidad cuanto menos han sido hechas para soportar ninguno otro.

Yo habría querido que nadie en el Estado pudiese considerarse como superior o por encima de la ley, ni que nadie que estuviese fuera de ella, pudiese imponer que el Estado reconociese, porque cualquiera que pueda ser la constitución de un gobierno, si se encuentra en él un solo hombre que no sea sumiso a la ley, todos los demás quedan necesariamente a la discreción de él (a); y si hay un jefe nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la división de autoridad que puedan hacer, es imposible que ambos sean bien obedecidos ni que el Estado sea bien gobernado.

Yo no habría querido vivir en una república de instituciones nuevas, por buenas que fuesen las leyes que pudiese tener, por temor de que, constituido quizás el gobierno de manera diferente de la adecuada por el momento, no conviniendo a los nuevos ciudadanos o los ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado fuese sujeto a ser sacudido y destruido desde su nacimiento; porque sucede con la libertad como con esos alimentos sólidos y suculentos o con esos vinos generosos propios para nutrir y fortificar los temperamentos robustos que están acostumbrados, pero que deprimen, arruinan y embriagan a los débiles y delicados no hechos a ellos. Los pueblos una vez acostumbrados a tener amos o señores, no pueden después vivir sin ellos. Si intentan sacudir el yugo, lo que hacen es alejarse de la libertad, tanto más cuanto que, tomando por ella el libertinaje o el abuso desenfrenado que les es opuesto, sus revoluciones los llevan casi siempre a convertirse en sediciosos, no haciendo otra cosa que remachar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos libres, no estuvo en absoluto en condiciones de gobernarse cuando sacudió la opresión de los tarquinos. Envilecido por la esclavitud y los trabajos ignominiosos que le habían impuesto, no fue al principio sino un estúpido populacho que fue preciso conducir y gobernar con la más grande sabiduría, a fin de que, acostumbrándose poco a poco a respirar el saludable aire de la libertad, esas almas enervadas o mejor dicho embrutecidas por la tiranía, adquirieran por grados esa severidad de costumbres y esa grandeza de valor que hicieron de él al fin el más respetable de todos los pueblos. Yo habría, pues, buscado por patria, una feliz y tranquila república, cuya ancianidad se perdiese en cierto modo en la noche de los tiempos, que no hubiese experimentado otros contratiempos que aquellos que tienden a manifestar y a afirmar en sus habitantes el valor y el amor por la patria y en donde los ciudadanos, habituados desde mucho tiempo atrás a una sabia independencia, fuesen no solamente libres, sino dignos de serlo.

Yo habría querido escoger una patria sustraída, por benéfica impotencia, al amor feroz de las conquistas, y garantizada por una posición más dichosa aún, del temor de ser ella misma conquistada por otro Estado; un país libre, colocado entre varios pueblos que no tuviesen ningún interés en invadirlo y en donde cada uno tuviese interés en impedir a los demás hacerlo; una república, en una palabra, que no inspirase la ambición a sus vecinos y que pudiese razonablemente contar con el apoyo de ellos en caso de necesidad. De ello se deduce que, colocada en una posición tan feliz, no tendría nada que temer si no era de ella misma y que si sus ciudadanos se ejercitasen en las atinas, fuese más bien por conservar o sostener entre ellos ese ardor guerrero y esa grandeza de valor que sienta tan bien a la libertad y que sostiene su amor, que por la necesidad de proveer a su propia defensa.

Yo habría buscado un país en donde el derecho de legislación fuese común a todos los ciudadanos, porque, ¿quién puede saber mejor que ellos, bajo qué condiciones les conviene vivir reunidos en una misma sociedad? Pero no habría, con todo, aprobado plebiscitos se- mejantes a los de los romanos, en donde los jefes del Estado y los más interesados en su conservación, eran excluidos de las deliberaciones de las cuales dependían a menudo su felicidad y en donde, por una absurda inconsecuencia, los magistrados eran privados de los derechos de que gozaban los simples ciudadanos.

Por el contrario, yo habría deseado que, para impedir los proyectos interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron al fin a los atenienses, nadie tuviese el poder de proponer a su fantasía nuevas leyes; que ese derecho perteneciese solamente a los magistrados, que usasen de él con tanta circunspección, que el pueblo por Su parte fuese tan reservado a dar su consentimiento a dichas leyes y que su promulgación no pudiese hacerse sino con tal solemnidad, que antes que la constitución fuese alterada, hubiese el tiempo de convencerse, que es sobre todo la gran antigüedad de las leyes, lo que las hace santas y venerables; que el pueblo desprecia pronto las que ve cambiar todos los días y que acostumbrándose a desatender o des- cuidar los antiguos usos, con el pretexto de hacerlos mejor, introducen a menudo grandes males para corregir pequeños.

 
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Discurso sobre el origen de la desigualdad de Juan Jacobo Rousseau   Discurso sobre el origen de la desigualdad
de Juan Jacobo Rousseau

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