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Y allí yace la voluntad, que no muere. ¿Quién conoce

los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no

es más que una gran voluntad que penetra todas las

cosas por obra de su fuerza. El hombre no se doblega

a los ángeles, ni totalmente a la muerte, si no es por

la flaqueza de su débil voluntad.

JOSEPH GRANVILL

 

Juro por Dios que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a la señorita Ligeia. Muchos años han pasado desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O tal vez ahora no puedo recordar esos detalles, porque en realidad el carácter de mi amada, su extraordinaria erudición, su excitante y, a la vez, plácida belleza, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su expresión profunda y musical se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan delicados, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo que la conocí por primera vez y la vi con frecuencia en una gran ciudad antigua y en ruinas cerca del Rin. Seguramente me habló de su familia. Y no cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia! ¡Ligeia! Encerrado en mis estudios, que, por su índole, son los que mejor pueden amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido paterno de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto por lo que no pude descubrir este detalle? ¿O fue más bien un capricho mío, una ofrenda loca y romántica en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo el hecho confusamente. ¿Puede resultar extraño que me haya olvidado por completo de las circunstancias que lo originaron o lo acompañaron? Y, si es verdad que alguna vez ese espíritu que llaman Romance, o la pálida Ashtophet del Egipto idólatra han presidido, como cuentan, los matrimonios fatídicos, no me cabe la menor duda que presidieron el mío.

 
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