UN VIAJE EN TREN
La mañana era lo más
parecido a un congelador con la puerta abierta, pero en junio. Nosotros,
los cubitos, caminábamos lastimosamente entre bostezos hasta la estación. Nos
recibía un vaho que invadía el lugar en una mezcla caníbal de café con
leche y vino tinto en cajita que escapaba del boliche de la estación y que
algunos valientes kamikazes no dudaban en mandar a la bodega para entrar en
clima.
El gélido amanecer se
sentía con violencia en la cara, un viento que cortaba de a poquito. Estábamos
todos acurrucados en el mismo sector del andén, apretaditos, como queriendo
compartir disimuladamente un poco de nuestros calorcitos, lo que se lograba
en pocos minutos pues la estación se empezaba a poblar lenta pero decididamente.
La llegada del tren se
recibe con una silenciosa algarabía y subimos ayudados solidariamente por
nuestros camaradas invernales. Una vez repuesto de los empujones trato de
vislumbrar algún asiento libre, lo cual siempre se convierte en una tarea
inútil, utópica. Todos fueron ocupados en la estación anterior. No menos
difícil es buscar un rincón para lograr acomodarme y abrir ese libro que ya
lleva veinte días con el señalador en la misma página. A falta de asiento me
conformo con un rinconcito. Una vez logrado el deseado lugarcito, anteponiendo
el codo en la cara del pasajero de nuestra izquierda para manejar mejor el
libro, me dispongo a recordar el capítulo que había dejado por la mitad sin
entender demasiado, lo que me obliga a retroceder un par de hojas para refrescar
la memoria: ?... cuando el anochecer oscilaba entre la penumbra y la oscuridad
completa...? ?¡Damas y caballeros voy a molestar su atención para
ofrecerles este significativo elemento especial para todos los hogares que se
precien de tal: un practiquísimo palillero con cuarenta escarbadientes
multicolores. Totalmente lavables para usar eterrrnamente..!?