A la segunda bofetada, a pesar de mi respetuosa y añeja
costumbre de quedarme quieto, retrocedí hasta el recibidor. Él me siguió, cogió
su paraguas del perchero y empezó a darme paraguazos en la cabeza y en los
hombros.
En aquel momento mi hermana, atraída por el ruido, abrió la
puerta del salón. Al ver lo que ocurría, volvió la cabeza, pintados en el rostro
el terror y la lástima, pero no pronunció ni una palabra en favor mío.
Mi decisión de no volver a la oficina de donde me habían
echado, y de comenzar una vida nueva, de verdadero trabajo, era inquebrantable.
Sólo me faltaba elegir oficio, lo que no me parecía difícil, pues me consideraba
con vigor, perseverancia y capacidad para el trabajo más penoso. Harto sabía que
la vida que me esperaba era una vida monótona de obrero, con sus miserias, su
ambiente grosero, su constante temor de hallarse sin trabajo y perecer de
hambre. Acaso al volver de mi trabajo por la calle de la Nobleza -la principal
de la ciudad-, lamentase algún día no haber preferido una carrera intelectual;
pero, por el momento, yo estaba muy satisfecho de mi decisión y no me espantaba
la idea de las privaciones, las inquietudes y los sinsabores que me
aguardaban.
En otro tiempo soñaba con una carrera intelectual: me imaginaba
ya profesor, ya médico, ya literato. Pero mis sueños no se habían realizado.
Aunque sentía marcada inclinación por los placeres espirituales -principalmente
por los que nos procuran las letras-, no sabía hasta qué punto el trabajo
intclectual concordaría con mis aptitudes. En el Liceo manifesté una aversión
tal a la lengua griega que me echaron sin aprobar el cuarto año. Luego estudié
en casa mucho tiempo con profesores particulares, para poder examinarme y pasar
al quinto año; después desempeñé todos los empleos de que he hablado, me dediqué
a perder el tiempo en una porción de oficinas, lo cual me aseguraban que era
trabajo intelectual. Mi servicio en tales oficinas no exigía de mí ni esfuerzos
de ingenio, ni talento, ni capacidad personal, ni inspiración. Mi trabajo no
difería en nada del de una máquina, y era, en mi sentir, más despreciable que
cualquier trabajo físico. Me parecía imperdonable la vida ociosa, inútil, de la
mayoría de los pretendidos trabajadores intelectuales, verdadera vida de
parásitos. Quizás me equivocase. Quizás no tuviese yo idea de lo que es el
auténtico trabajo intelectual.