-Mañana -terminó diciendo- iremos juntos a ver a tu jefe, a
quien le pedirás perdón y le prometerás ser en adelante un empleado modelo. No
puedes, en manera alguna, renunciar a tu posición social.
Yo no esperaba nada bueno del sesgo que tornaba la plática,
pero contesté:
-¡Oigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted
posición social no es sino el privilegio del capital y de la instrucción. Los
que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un trabajo físico, y no sé
en virtud de qué razones no me lo he de ganar yo así.
-Si empiezas a hablar de trabajo físico, no podemos seguir
hablando. ¿No comprendes, imbécil, cabeza hueca, que además de la fuerza bruta
posees el espíritu de Dios, el fuego sagrado que te eleva infinitamente sobre un
asno o un cerdo? Ese fuego sagrado ha sido conquistado en miles de años por los
mejores hombres de la tierra. Tu bisabuelo el general Poloznev se distinguió en
la batalla de Borodino; tu abuelo era poeta, orador y jefe de la nobleza del
distrito; tu tío era pedagogo; yo, en fin, soy arquitecto. ¡Todos los Poloznev
han guardado celosamente el fuego sagrado, y tú quieres apagarlo!
-Hay que ser justo: millones de hombres trabajan físicamente
-objeté yo con timidez.
-¡Peor para ellos! Si trabajan físicamente es porque no saben
hacer otra cosa. Su trabajo se halla al alcance de todos, incluso de los idiotas
y los criminales. Es bueno para esclavos y bárbaros, mientras que sólo los
elegidos pueden alimentar el fuego sagrado. Los elegidos son poco numerosos, y
los esclavos y los bárbaros se cuentan por millones.