Yo tenía en la casa una habitación; pero habitaba en un
cuartito que había en el patio, en un cobertizo de ladrillos. Aquel cuartito
había sido construido no se sabe para qué; probablemente para guardar los
trastos viejos. Hacía treinta años que mi padre depositaba allí la colección de
su periódico, cuyos números hacía empaquetar cada seis meses y guardaba
celosamente, como algo precioso.
Yo le había tomado cariño a aquel cuartito abandonado: en él
vivía sin que nadie me molestase, y veía lo menos posible a mi padre y a sus
visitas. Además, se me antojaba que no habitando en la misma casa, y no yendo
todos los días a comer, mi padre no podría echarme tanto en cara el vivir a su
costa.
Mi hermana me atendía en mi apartamiento. A hurto de mi padre
me llevó la cena: un trocito de vaca fiambre y un pedazo de pan. En casa se
gastaba poco; mi padre siempre estaba hablando de la necesidad de limitar los
gastos todo lo posible.
-Hay que calcular siempre -decía-. Al dinero le gusta ser
contado y recontado.
Mi hermana, guiándose por estas máximas triviales y enojosas,
procuraba economizar cuanto le era dable, y en casa se comía muy mal.
Puso sobre la mesa el plato con la cena, se sentó en mi cama y
empezó a llorar.
-¡Misail! -dijo-, ¿qué has hecho?
Se pintaba en su rostro gran desconsuelo. Le caían las lágrimas
sobre el pecho y en las manos. Apoyó la cabeza en la almohada y prorrumpió en
sollozos, presa de un gran temblor.