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PRIMERA PARTE

I

EL ESCENARIO

Una lluvia fina, un desmenuzamiento de agua helada, abundante y tupida como la niebla, se descolgaba de un cielo de alabastro, manchado allá abajo por un gran círculo de luz difusa. Desde la mañana estaba cayendo, cayendo siempre, ora en forma de aguacero torrencial, ora en la de sutil llovizna, muy entretenida, al parecer, en las múltiples tareas de deslizarse por la tela tirante de los paraguas abiertos, para adornar sus bordes recortados con flecos de cristal, y en fabricar su pasta color chocolate, a un tiempo mismo resbaladiza y pegajosa, esparciéndola por calles y aceras con una persistencia que dejaba adivinar sus deseos de no permanecer ociosa en medio del trabajo general,. Complacíase también en hacer apurar el paso a los desprevenidos y en empañar el lustre de los coches y la nítida transparencia de los escaparates, envolviéndolo todo en un velo gris, cuya densidad aumentaba con la distancia.

Soplando del Sud-Este, el viento hacía de las suyas. Cortante y burlón, se paseaba por las calles en actitud carnavalesca, arrojando a la cara de los transeúntes esas puñadas de lluvia que producen en la piel el efecto de crueles alfilerazos, y silbando aires extraños con toda la displicencia de un vago elegante que distrae su fastidio tarareando algún trozo de su ópera favorita. Pero a lo mejor, y sin motivo justificado, porque sí y no más, encolerizábase de repente, y brusco y zumbante metíase en los zaguanes, sin llamar, como dueño de casa, invadía los patios y se colaba de rondón por la primera puerta franca que hallaba al paso, cerrándola tras sí con la furia de un marido bilioso que viene de afuera dispuesto a vengar los contratiempos del día en las costillas de su consorte.

Irritado, sin duda, por el mal recibimiento que se le hacía, escurríase por cualquier rendija, se escapaba nuevamente a la calle, y una vez allí, para desvanecer su mal humor, encaramábase a los tendidos hilos del teléfono, y pasaba por ellos su arco invisible, haciéndolos gemir como las cuerdas de un violín gigantesco. Terminada la fantástica sonata, echábase a correr por las desiertas azoteas, arrancando una nota de cada claraboya, una escala de cada chimenea.

Si encontraba al paso la bandera roja o azul de un remate, se detenía un punto, o para tomar impulso, y luego la arremetía furioso, la estrujaba, la sacudía, la tironeaba, como queriendo arrancarla del asta a que estaba sujeta, irritado quizás, él, músico desinteresado, artista vagabundo, contra la prosaica operación simbolizada por aquel trapo flotante.

A ratos parecía calmarse, como si cansado de hacer travesuras, quisiera darse un instante de reposo. Pero pronto volvía a las andadas, más inquieto, bullicioso que nunca. Hubiera podido más loco, más comparárselo a esos calaveras valentones que recorren en pandilla los barrios infames, armando jolgorios en que van confundidas la nota trágica con la cómica, el atropello soez y sin motivo, con la broma picante y moderada.

En la plaza de Mayo desembocaba iracundo, rabioso, hecho un salvaje. Desfilaba por delante del Congreso, rozándolo apenas, sin buscar camorra a un enemigo que parecía huir, en una línea oblicua, como avergonzado por la humildad de su aspecto o por la perfidia de sus propias intenciones. Dábanle, además, sus tres puertas enrejadas, cierta apariencia de tumba vieja, y hubiera podido jurarse que el viento murmuraba al pasar: ¡pobre libertad!...

¡Qué viento aquél tan caprichoso! ¡Cómo se metamorfoseaba! ¿Pues no hacía el papel de protegido del Gobierno, de elemento electoral, abalanzándose sobre la Aduana -sobre aquella Aduana maciza, chata, cuadrada, de grosera arquitectura - y trepando por las escalerillas pintadas de verde, no zamarreaba las persianas, haciéndolas sonar como matracas en sus quicios inconmovibles, cual si quisiera llevárselo todo en un acceso de rapacidad delirante?

Y de súbito ¡qué reacción! Convertido de golpe en opositor intransigente, con qué empuje arremetía contra el Palacio de Gobierno ante el cual un piquete de batallón se preparaba a saludar con el toque de orden la salida del presidente, viéndose brillar a la distancia la franja blanca de las polainas de los soldados.

Después de larga gira por pasillos y corredores, por antesalas y gabinetes, gira en que parecía ir preludiando entusiastas discursos políticos, tenían que ver los bríos con que salía envuelto en lluvia, para lanzarse sobre la mole oscura y elegante de la Bolsa de Comercio, ¡ como si con las lágrimas que le hiciera derramar su pesquisa por los antros administrativos, intentase barrer y limpiar de una sola vez toda la escoria financiera!...

¡Cuánto aparato! ¡Cuánto resoplido! Pero ¡ah! era el viento... Allá salía otra vez a la ancha plaza, haciendo trepidar los vidrios de los faroles y los cristales de las frágiles garitas. Agarraba las palmeras, las doblaba, las hacía crujir y quejarse en el lenguaje trémulo de sus hojas. Luego, jadeante y desesperado, volvía a transformarse en político sin conciencia, y abofeteaba la pirámide gloriosa, haciendo, de paso, vacilar en su pedestal a la estatua ecuestre. . .

Emprendíala en seguida con el Cabildo, el cual, triste por la pérdida de su más bello ornamento, la torre, se levantaba junto al ancho boquete de la avenida, semejante a la enorme osamenta de un mameluco antediluviano. Allí entraba el señor Sud-Este, se paseaba, vociferando, por las salas abandonadas, y a poco se le sentía salir rugiendo como esos litigantes. que por no tener cuñas, ven premiada su falta de culpabilidad con una sentencia condenatoria...

De pronto los rugidos cesaban, se amortiguaban, degeneraban en femenil lamento plañidero; y era al pie de las columnas de la Catedral donde iba a desvanecerse bañado en lluvia, alzando antes una especie de ruego fervoroso en que parecía pedir un poco de compasión para la patria saqueada y escarnecida bajo el manto de oropel que la especulación y los abusos administrativos habían echado sobre sus espaldas, manto que tarde o temprano debía caer para siempre, arrancando, como la túnica de la leyenda, pedazos de su propia carne a los mismos que con él se cubrieran.

Oíase por todas partes el clamoreo juguetón y travieso de los cornetines de los tranvías, que se cruzaban en gran número haciendo mil cortes y recortes, en torno del óvalo imperfecto de la plaza. A los cornetines contestaban de allá abajo, del lado de la Estación Central, el ruidoso estertor y el silbido penetrante de las máquinas de los trenes. El río, confundido casi con el cielo, apenas si se distinguía.

A lo lejos, y por sobre el confuso amontonamiento de edificios, las torres de San Ignacio y las de San Francisco se desvanecían entre la bruma, como silueta vaporosa de esos castillos fantásticos que entrevemos en la ilusión de un sueño. Iban a darlas cuatro de la tarde, es decir, era esa hora de inusitado movimiento, de agitación incesante que cierra el diario trajín de los negocios, y en la que parece que cada cual quisiera despachar en un instante la tarea descuidada de todo el día.

El corazón de las corrientes humanas que circulaban por las calles centrales como circula la sangre en las venas, era la Bolsa de Comercio. A lo largo de la cuadra de la Bolsa y en la línea que la lluvia dejaba en seco, se veían esos parásitos de nuestra riqueza que la inmigración trae a nuestras playas desde las comarcas más remotas.

 
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