Alborea la mañana iluminando débilmente la carretera de San José.
Poco a poco, y a medida que la luz aumenta, van distinguiéndose, hasta aparecer clara y distintamente a la vista, las profundas carriladas, esas interminables líneas paralelas marcadas por el tránsito rodado en el polvo de los caminos reales.
A ambos lados van despertando, al dulce beso de la luz virginal de la aurora, los inmensos campos de trigo y avena que se extienden y dilatan hasta perderse en el horizonte.
En dirección al Oeste y al Sur desaparecen las estrellas como huyendo, humilladas, de la esplendorosa y fulgente claridad del día que llega. Unicamente al Oeste brillan algunas sobre las pobladas colinas del Raimundo en las que parece que la noche continúa.
Aletean y vuelan muda, y perezosamente los pajarillos en la, semiobscuridad crepuscular. Un coyote de pelo gris, sorprendido por la luz del naciente día, camina, perezoso y rengueante, y un viajero andariego, hollando el polvo de la carretera completamente seca tras una noche sin rocío, va, de aquí para, allá buscando sitio adecuado para saltar la, empalizada y buscar un apartado albergue.
Por unos momentos, hombre y bestia, mostraron igual tranquilidad y aparente porte con una extraña semejanza, en su aspecto y expresión; el coyote parecía más bien un congénere suyo, el perro; y el vagabundo un caminante como todos los que van a pie. Ambos exhibían las mismas características de haraganería, y de vida desordenada e independiente,. El coyote, además, con su andar lento y la, cabeza baja parecía como si imitase y siguiese los inciertos pasos y las furtivas miradas del vagabundo.
Los dos eran jóvenes y físicamente vigorosos, pero en ambos se notaba la misma vacilación, la misma indómita e inflexible aversión al trabajo, al esfuerzo personal.
Continuaron así una media milla, separados, sin que notase el uno la presencia del otro, hasta que la fiera, avisada por el instinto que estaba ya próxima a la agresiva civilización,, torció repentinamente a la derecha cinco minutos antes de que el ladrido de los perros obligase al hombre a volver a la izquierda para esquivar la entrada a una finca de cultivo que tenía delante.
Las huellas que siguió condujéronle huta uno de los insignificantes arroyuelos. que desembocan, ya casi exhaustos, en la cañada, para desaparecer en el llano filtrándose en el suelo o evaporándose a, causa de los recios calores de junio. Estaba bordeado de sauces y de alisos que señalaban una arbórea y transitable senda a, través del bosque y la maleza.
Siguió por el sendero, al parecer sin objeto, como el que camina a la, ventura, parándose de vez en cuando a contemplar, embobado, mecánicamente, cualquier objeto, más bien -para, hacer tiempo que por instinto de curiosidad, y a remojar en los escasos sitios donde habla agua detenida algunos mendrugos que sacaba del bolsillo. Y aun esto parecía, hacerlo movido más por la material coincidencia, de llevar pan seco y encontrarse con agua al paso en el camino, que por requerimientos del hambre.