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Pero la respuesta se hizo esperar; dos hombres, que habían llegado sobre otro dragón, se apearon del animal y se les acercaron con paso decidido.
“Padre, Wildlor”, exclamó Walt sorprendido.
“Helt, Wildlor…”, repitió Hinxzar con desdén.
“¿Qué hace él acá?”, preguntó Kinxzar enfurecido mientras señalaba a Wildlor.
“Estábamos cazando juntos cuando nos avisaron lo que pasaba. El dragón nos trajo y Wildnotus hizo el resto”, respondió Helt entretenido.
“¿Wildnotus? ¿El Señor de los Vientos? ¿Wildlor? ¿El del Valor? ¿Helt? ¿El Gran Dios Helt?”, preguntó el alcalde presa de la emoción.
“Sí, sí, los mismos”, refunfuñó Hinxzar. “¿Y qué dices de mí? El Gran Hinxzar, el otro Gran Dios”.
Su quejido había sido tan bajo y la conmoción en la ciudad era tal que nadie le escuchó. Helt, quien barría la estancia con la mirada, preguntó:
“Esto parece grave. Si todos estamos acá defendiendo ruinas, ¿Quién está en Viville que, hasta donde sé, todavía está en pie?”.
“Fey”, respondió Walt con calma.
“¿Y qué puede hacer Fey, por su ciudad, que yo no pueda hacer por la mía?”, preguntó el alcalde herido en su orgullo.
“Golpear su campana”, sugirió Mahs con cinismo.
Walt sonreía, Helt y Wildlor no entendían, pero tampoco parecían interesados y los otros dragones maldecían en silencio. Después de unos instantes de calma Hinxzar dijo:
“Helt, ¡Vámonos! Tú y yo, afuera”.
El hombre torció los ojos, pero le siguió. Mientras se alejaban, Mahs observaba los destrozos que su hermano ocasionaba, el alcalde miraba con veneración a Wildlor y el noble detallaba los huecos del techo. Poco después, Kinxzar emitió un bufido y partió en la dirección opuesta a la de su padre, y casi de inmediato, pero sin que el dragón lo notase, Walt se lanzó tras él.
Al encontrarse libre de la presencia de sus superiores, Mahs se volvió al alcalde y le dijo:
“Es tu obligación, como líder de esta ciudad, relatar lo que ha ocurrido. Esto debe ser escuchado por todos aquellos que se atreven a contradecir las órdenes de Hinxzar”.
El alcalde se sonrió y dijo:
“Claro que sí”.
Y mientras en su mente impresionable pensaba: “podré hablar con otras deidades”. Wildlor y Mahs intercambiaron miradas e imaginaron el fin que Hinxzar le reservaría.
Fuera de la cueva, Kinxzar se encontraba frenético. Pegaba zarpazos al aire y nada parecía apaciguarle. Ya fuera por la ventisca o porque se encontraba demasiado excitado, no se percató de la presencia de Walt hasta que se encontraron uno al lado del otro. Tras realizar un esfuerzo por calmarse preguntó:
“¿Qué se dijo de mí en Isoburgo?”.
Con una sonrisa, el hechicero respondió:
“No debería decírtelo, es confidencial. Pero sé qué es lo que te ha pasado, así que te lo contaré”.
“¡A mí no me ha pasado nada!”.
“Claro que sí”, replicó con calma. “Llevamos demasiado tiempo en este sitio y cada cinco años hay que mudar una ciudad porque la invaden y no le permiten asentarse. No nos adentramos en el continente y nos mantenemos a merced de un enemigo que no conocemos. Es lógico que te sientas enloquecer”.
“Yo no me siento enloquecer”.
El hechicero guardó silencio mientras el eco del bramido se desvanecía.
“A veces también temo perder la cabeza. Es una tortura quedarnos acá, el tiempo pasa y podríamos ser útiles en otro lado. Créeme, comparto el sentimiento”.
“Pero tu caso es diferente. Súbditos y reyes te apoyan y parecen felices con cada decisión que tomas. Viville no ha sido atacada en generaciones y ni tu padre ni tu tío te tratan como a un crío”.
“¿Por qué elegiste a ese idiota de alcalde?”.
“Para que fracasara. Tenía la esperanza de que al destruir este asqueroso poblado replantearíamos la estrategia. Me enferma que no salgamos de estas montañas”.
“¿Por qué no te vas?”.
“Ni tu padre ni el mío me dejarían. Además, está el asunto de Isoburgo”.
“¿Y qué importa Isoburgo? ¿Sabes quién te sentenció por lo de los duendes? ¡Yo! Te quería obligar a dejar el puesto por un tiempo. El voto que faltaba para decidir si debías ser juzgado o no era el mío; Kinxzar, es obvio que tú no quieres estar acá. Ir a Isoburgo al menos te distraerá”.
El dragón no le miraba sino que mantenía su vista perdida en cualquier punto inexistente del horizonte. Tras varios segundos de silencio, en los que Walt pensó que no había sido escuchado, respondió:
“Es cierto que no quiero estar acá. Pero tampoco en Isoburgo, bien sabemos que no es allá a donde tengo que ir”. Miró a Walt y le dijo: “Creo que es hora de partir, podrán llamar a Solterra ‘Tierra Misteriosa’, pero alguien tiene que explorarla y que se pierdan en el tiempo y en el olvido todos los tratados, acuerdos y miedos. No somos los únicos habitantes de la región y ya es hora de que conozcamos a nuestros vecinos”.
Y sin mirar a su amigo, levantó el vuelo y se perdió en la oscuridad.

 
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de Antonio Pons

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