El combate había sido violento y constante; todos los
sentidos lo atestiguaban. El aire mismo tenía gusto a batalla. Por fin
acabó: ya solo era recesario socorrer a los heridos y enterrar a los
muertos, "hacer un poco de limpieza", como dijo el gracioso de la
cuadrilla que se encargaba de aquella faena. Y no se requería poca
"limpieza". Esparcidos en el bosque, bajo las ramas quebradas por la
metralla, yacían cuerpos de hombres y caballos. Iban y venían los
camilleros, llevándose a los pocos soldados que aun daban señales
de vida. Casi todos los heridos habían muerto por haber aguardado
demasiado tiempo mientras se discutía el derecho de asistirlos.
Según las leyes del ejército, los heridos tienen que esperar: la
mejor manera de atenderlos es ganar la batalla. Y debemos convenir en que la
victoria concede una indudable ventaja al hombre que requiere cuidados, pero
muchos no viven lo bastante para sacarle provecho.
Alineaban los cadáveres uno junto al otro, en grupos de
diez o de veinte, mientras cavaban las fosas que habrían de recibirlos.
Algunos, encontrados demasiado lejos de aquellos lugares en que los
reunían, eran enterrados donde habían caído. Por lo
común, no trataban de identificarlos. Sin embargo, como las cuadrillas
fúnebres trillaban en el mismo suelo que habian contribuido a sembrar,
los nombres de los muertos victoriosos ya se conocían y estaban
inscriptos en una lista. Los enemigos caídos tenían que prescindir
de nombres y contentarse con cifras. Pero con las cifras tenían bastante:
a muchos los contaban varias veces, y el total, que se daba después en el
parte oficial del jefe victorioso, indicaba, más que un resultado, una
esperanza.