En China, como ustedes saben, el Emperador
es chino, y todos los que lo rodean son chinos también. Esta historia que voy a contarles ahora sucedió hace ya muchos años, razón de más para contarla, pues sería una lástima que algún día se olvidara.
El palacio del Emperador era de lo
más hermoso del mundo. Estaba construido enteramente de la más fina porcelana, muy costosa, y tan frágil que había que tocarlo con el mayor cuidado. En el jardín se veían extraordinarias flores, algunas de las cuales -las más hermosas- tenían sujetos pequeños cascabeles de plata que repicaban continuamente para que nadie pudiera pasar junto a ellas sin mirarlas. Cada detalle del jardín había sido meditado con cuidado exquisito, aunque era tan vasto que el mismo jardinero no sabía dónde terminaba.
Si el visitante seguía caminando,
llegaba a un hermoso bosque de árboles altísimos y profundos lagos. El bosque se extendía hasta el mar, muy azul y también muy profundo, lo suficiente para que aun barcos de gran calado pudieran navegar bajo las ramas de los árboles. Y entre esos árboles vivía un ruiseñor cuyo canto era tan delicioso que hasta un pobre pescador, que tenía muchas otras cosas que hacer, se quedaba inmóvil escuchándolo cuando salía de noche a echar las redes.
"¡Cielos, que hermoso es!"
-exclamaba, aunque luego tenía que olvidarse del pájaro para atender sus ocupaciones. Pero a la noche siguiente cuando volvía a oírlo, exclamaba de nuevo: "¡Cielos, qué hermoso es!"