Cuando declinaba aquella paz mentida, que el rey Luis XV compró tan cara a Inglaterra, cuando con el Canadá, la Luisiana, la Arcadia y las más importantes factorías del Senegal perdimos el dominio del mar y el prestigio de nuestra armada, uno de estos marinos, el conde Gilberto de La Blinais, humillado, ulcerado en lo más profundo de su alma, abandonó el servicio y envainó su espada para no caer en la tentación de quebrarla.
Tenía entonces sesenta años, habiendo empleado cuarenta en ganar la cruz de San Luis y el grado de capitán de fragata.
Había conocido a los grandes almirantes y hecho las guerras grandes, apreciado a Duguay-Trouin, a D'Estrées, a La Bourdonnais, y no se encontraba con brío suficiente ni con la juventud necesaria para mandar como ellos una escuadra.
No era tampoco uno de aquellos heroicos marinos que hubiera logrado salvar el honor del pabellón de Luis XVI; Duquesno y Tourville, tampoco hubieran realizado esa obra.
El anciano Gilberto de La Blinais juzgó prudente retirarse, y no estando ya sostenido ni por la ambición ni por el espíritu de cuerpo, empezó el digno capitán a sentir su pobreza, su debilidad y sus heridas.
En el servicio casi se había arruinado, y en cuanto a su debilidad, justo es tener en cuenta que padeció tres veces las fiebres malignas de la India y no olvidar que su cuerpo presentaba heridas recibidas en veintiún combates.
Apartó su viste, fatigada de las aguas y la dirigió hacia los prados verdes y las colinas boscosas de su pueblo natal. Viudo desde 1774, el mismo año en que murió Luis XV, sólo tenía un hijo, cuya educación empezó a bordo de la fragata de su padre.
Trataba de no interrumpir la carrera de ese hijo querido y de ayudarlo todo lo posible en cuanto hubiese pasado de los primeros grados.
Gilberto de La Blinais confió su hijo al señor de Suffren, cuando era guardia marina. Compró después con el resto de su fortuna una extensión de tierra, en la región de Forez, a poca distancia de la pequeña ciudad de Feurs, situada en la boca del Lignon. Se trataba de los bienes de un menor con substituto pupilar; pero, habiendo muerto ambos, la finca volvió a poder de la viuda, madre del menor, la cual, deseando hacer profesión religiosa y reunir la dote exigida por el convento, vendió pronto y bien la supradicha propiedad.
La ocasión parecióle excelente al buen capitán Gilberto; compró pronto también, demasiado pronto, y pagó demostrando la imprevisión de un hombre sin experiencia y la ingenuidad de un marino.
Apenas realizó este negocio importante, creyendo asegurado así para siempre el porvenir a su hijo y el suyo propio, corrió a establecerse en aquella finca que llevaba el nombre de Las Verdes Hojas; aprovechó la primera licencia que obtuvo su hijo para hacerle conocer la propiedad, demostrando, al enseñarle todo, la alegría, de un joven de veinte años. La noche de ese día el veterano de la Armada decía a su hijo con cierta solemnidad