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Tenía dos o quizá cuatro centímetros menos que un metro ochenta de estatura, una contextura poderosa, y avanzaba hacia uno en línea recta, con un leve encorvamiento de los hombros, la cabeza adelantada y una mirada fija, de abajo hacia arriba, que hacía pensar en la embestida de un toro. Su voz era profunda, fuerte, y sus modales exhibían una especie de empecinada autoafirmación que nada tenía de agresiva. Parecía una necesidad, y en apariencia se dirigía tanto contra él mismo como contra cualquier otro. Era inmaculadamente pulcro, llevaba ropas impecablemente blancas, de los zapatos al sombrero, y gozaba de gran popularidad en varios puertos de Oriente donde se ganaba la vida como empleado de puerto de proveedores marítimos.

Un empleado de puerto no debe aprobar ningún examen de nada de lo que exista bajo el sol, pero debe poseer capacidad en abstracto y demostrarla en la práctica. Su trabajo consistía en correr con velas vapor o remos, compitiendo con otros empleados de puerto hasta llegar a cualquier barco a punto de anclar, saludar con alborozo a su capitán, meterle en la mano una tarjeta -la comercial del proveedor marítimo-y en su primera visita a tierra pilotearlo con firmeza, pero sin ostentación, hacia una vasta tienda, parecida a una caverna, repleta de cosas que se comen y beben a bordo de un barco; donde se puede conseguir cualquier cosa para hacerlo navegable y hermoso, desde un juego de ganchos de cadena para sus cables, hasta un librito de hoja de oro para las tallas de su popa; y donde su comandante es recibido como un hermano por un proveedor marítimo a quien nunca vio hasta ese momento. Hay una salita fresca, butacas, botellas cigarros, elementos para escribir, un ejemplar de los reglamentos del puerto, y una calidez de bienvenida que diluye en el corazón del marino la sal de tres meses de viaje. La vinculación así iniciada se mantiene, mientras el barco permanece anclado, con las visitas cotidianas del empleado de puerto. Con el capitán es fiel como un amigo y atento como un hijo; posee la paciencia de Job, la abnegada devoción de una mujer y la alegría de un compañero festivo. Más tarde se envía la cuenta. Es una ocupación bella y humana. Por lo tanto, los buenos empleados de puerto escasean. Cuando uno de los que poseen capacidad de abstracto también tiene la ventaja de haber sido criado en el mar, vale para su empleador mucho dinero y cierta complacencia. Jira siempre recibía buenos salarios, y un trato tan afable que habría comprado la fidelidad de un demonio. Pero con negra ingratitud, de pronto abandonaba el puesto y se iba. Las razones que daba a sus empleadores eran evidentemente inadecuadas. "¡Maldito tonto!", decían en cuanto les volvía la espalda. Tal era la crítica a su exquisita sensibilidad.

 
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