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I.
Inmigrantes
Transcurre el mes de noviembre de 1967 y mientras permanezco aquí en el jardín a la media sombra de los árboles con mis hijos recuerdo lo que fue y ya no está. Hace algunos años, antes de operarme me sentía mal y pese a ello en una ocasión quise quitar un yuyo que estaba naciendo entre las Nomeolvides, pero me detuvo la advertencia de Adela:
—Baja un poco las revoluciones, debes controlar tu tensión y las otras nanas que tienes. Eso de la insuficiencia al miocardio veremos si es cierto. En la clínica comprobaremos cuál es realmente tu estado físico. O te quedas tranquilo, das algunos paseos al aire libre si el tiempo está bueno, no tomas frío y comes correctamente, o no me digas que te sientes mal. Está bien lo de los mimitos, me gusta hacerlo, pero quiero vivir con un hombre sano.
Le hice caso. Estoy casado con una doctora en medicina, aunque tengo la certeza que ello no evitará, cuando mi organismo lo resuelva, que vaya a ver crecer los espárragos del lado de las raíces. Por lo menos me hace feliz el hecho de tener una esposa adorable, mi doctora personal. Pero estoy hablando de mí cuando en realidad lo que quería era referirme a mi hermana Leonor que mañana cumple años, fresca y lozana, aunque ella diga que tiene sus nanas. Su esposo, Pedro Gómez —creo que le lleva dos años, sí, porque nació en 1920—, es una bellísima persona, culto fino y agradable y es una pena que la naturaleza no haya querido darles más que un hijo cuando en cambio fue pródiga con Paula y, mira tú, en realidad nuestra familia no ha sido muy fecunda, porque si bien Paula —mi hermana melliza— y Edison tuvieron tres hijos, mi otra hermana Sara quedó viuda y sin cría.
El mismo año que nació Pedro Gómez, en 1920, la joven Juana Pereyra se graduó como ingeniera en la Facultad de Ingeniería de la República Oriental del Uruguay, fue la primera ingeniera en Sud América.
Me acordé de este dato debido a que mi familia es un clan femenino, porque el único varón de la camada fui yo y mi madre tuvo tres hermanas y un hermano, Esteban, que vivió una dura existencia, pero eso es harina de otro costal. Hay que remontarse al bisabuelo para encontrar otro engendrador de varones. Por ello es que los apellidos han variado como los gobiernos latinoamericanos. Ya sé que la bisabuela aportó su parte, no soy machista, pero acontece que los apellidos paternos van primero. De los hijos del patriarca José Pérez uno sólo de sus numerosos descendientes varones llegó a América en 1890. Mejor dicho no llegó, sino que arribaron su viuda Emilia Pérez de Pérez, loca a los veinticuatro años por la tragedia, y sus hijos Esteban el mayor, de ocho años entonces; Teresa de seis; Luisa de cuatro; Josefa de dos y nuestra madre, María, que contaba apenas con tres meses de vida. Tía Josefa, que falleció hace unos pocos meses y de cuya sucesión las buitres de mis hermanas Sara y Paula esperan recibir suculentas tajadas, ha sido, a mi entender, la que desencadenó toda la tragedia familiar. Por supuesto que encontró en mi hermana Sara a la hija que la Naturaleza no le dio —porque no la buscó— y la defensa de la familia la tuvo que realizar Leonor. Confieso que he sido toda mi vida un mero espectador de los conflictos familiares y mis intervenciones esporádicas han sido más bien para tratar de neutralizar a mi melliza Paula, cosa que creo nunca logré.
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Consiga Leonor y mi corazón de Héctor De Bethencourt Vidal en esta página.
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