Escenario: un gabinete misterioso. Poca luz; persianas que dejan pasar apenas la claridad del día; el recinto, oloroso y decorado a modo de heráldico retrete; en una mesa, tintero de cuerno y pluma de ave; Monsieur Octave Feuillet, de frac y guante blanco, espera. Un ujier ceremonioso, anuncia a la Musa. Ésta entra, con traje de estilo Luis XVI, y tras graves genuflexiones, dicta a su visitado largos párrafos. Mr. Feuillet trabaja.
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Bien.
¿A qué exigirle hablar de amoríos vulgares de plebeyos? Él no entiende eso. Él viaja con su Musa en silla de posta: le aturde el bullicio de los ferrocarriles, y le place visitar los señoriales castillos, en donde baila un minuet con la señora condesa, antes de partir a caza con el señor barón.
Él sorprenderá el amor galante en el polvo de arroz de una cara rosada y fresca que se asoma por la portezuela de un coche blasonado. La burguesía le es desconocida, y no se digna poner ojos en quien no tenga grandes visos de persona linajuda.
Sus majestades imperiales, allá por los buenos años del Segundo Imperio, departían con él muy amistosamente; sobre todo, la Emperatriz no estaba contenta si en sus petits lundis no aparecía en sus salones el célebre Octavio.
Por su parte, él lleva en el ojal de su levita una flor de lis; escribe para que sus libros sean hojeados por finas manos aristocráticas, y gusta a las damas.
¡Oh, sobre todo, gusta a las damas!
Por repulido, le han llamado melindroso, y por melindroso, desde joven, entró en la Academia Francesa.
Las clases altas, clases dirigentes que dice Carlos Bigot, son las que gozan de sus producciones. Está bien. No puede llegar a manos de la delicada y pulcra dama del Fauborug Saint-Germain el libro del autor realista que está en el polo opuesto de la literatura de Feuillet, tersa como la cabritilla, tan lujosa y bruñida que merece estuche, como los aderezos, y que se extiende entre las cajas repletas del millonario y los acuartelados escudos que decoran los palacios del gran mundo.
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Prosa rica la de Feuillet, que se desenvuelve como cinta de seda, que tiene cadencias de verso, tan pura, tan académica, tan elegante. ¡Cuánto lujo se advierte en sus novelas!
Pero del romance al drama, hay tal exceso de pulcritud y de limpieza, que raya en lo extremado. Un capítulo de sus novelas vale mil veces más que una escena de sus dramas. Eso que a manera de bordado o arabesco finísimo, luce en la página del volumen de cantos dorados, no se advierte en un escenario, donde el cómico no lleva en sí el encanto y atractivo de un personaje de la vida novelesca, bueno para visto tras los cristales de la imaginación. Pablo Groussac, bravo crítico, compara esto con la pintura de las decoraciones, que, para producir efecto a los ojos del espectador, requiere las grandes pinceladas, los brochazos bien dados y fuertes; y Feuillet pinta miniaturas, cuadritos que requieren microscopio, y en los cuales los mayores triunfos pertenecen al actor.
Por eso es que, comprendiéndolo así, se irritaba Feuillet como un basilisco contra la excelente Mademoiselle Croizette, que gastaba sus nervios y se retorcía muy artísticamente, simulando un envenenamiento real, en el último acto de La Esfinge, cuando esta obra apareció en la escena francesa.Y, en realidad de verdad, lo mejor que podía irse a contemplar al coliseo eran los dramáticos efectos de Mademoiselle Croizette.
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