Con rico cargamento de vinos generosos, higos, pasas, al-mendras y limones, en la estación de la vendeja llegó a Hamburgo, procedente de Málaga, una goleta mercante española. El patrón, el piloto y el contramaestre sabían muy bien su oficio o dígase el arte de navegar, pero de todas las demás cosas, menester es confesarlo, sabían poco o nada: tenían muy gordas las letras, como vulgarmente suele decirse. Por dicha, remediaba este mal y aun le tocaba en bien, un malagueño muy listo que iba a bordo como secretario del patrón y que apenas había ciencia ni arte que no supiese o en la que por lo menos no estuviese iniciado, ni idioma que no entendiese, escribiese y hablase con corrección y soltura.
Había en el puerto gran multitud de buques de todas clases y tamaños, resplandeciendo entre ellos, llamando la atención y hasta excitando la admiración y la envidia de los españoles, un enorme y hermosísimo navío, construido con tal perfección, lujo y elegancia, que era una maravilla.
Los españoles, naturalmente, tuvieron la curiosidad de saber quién era el dueño del navío y encargaron al secretario que, sirviendo de intérprete, se lo preguntase a algunos alemanes que habían venido a bordo.
Lo preguntó el secretario y dijo luego a sus paisanos y ca-maradas:
-El buque es propiedad de un poderoso comerciante y naviero de esta ciudad en que estamos, el cual se llama el señor Nichtverstehen.
-¡Cuán feliz y cuán acaudalado ha de ser ese caballero! -dijo el patrón envidiándole.
Saltaron luego en tierra y se dieron a pasear por las calles, contemplando y celebrando la grandeza y el esplendor de los edificios.
A través de una reja de bronce dorado y en el centro de un parque lleno de corpulentos y frondosos árboles, y cubierto el suelo de verde césped y de lindas flores, vieron uno de los más suntuosos palacios que habían visto en su vida. Encomendaron al secretario que preguntase quién era el amo del palacio y en él vivía.
El secretario se dirigió a un transeúnte, le preguntó y volvió a sus amigos diciéndoles:
-Quien habita en ese palacio y lo posee es el mismo co-merciante y naviero dueño del buque: el señor Nichtverstehen.
Siguieron recorriendo las calles, muy distraídos en ver pasar muchedumbre de pueblo, gran número de gente bien vestida, a pie, a caballo y en coche, y no pocas gallardas mujeres, que les cautivaban la atención y aun los corazones. Una, sobre todo, los dejó embelesados, porque era un prodigio de hermosura, joven y rubia, y tan majestuosa como una emperatriz. Iba sentada en reluciente landó abierto, del cual tiraban dos briosos caballos de la más pura sangre inglesa.
Deslumbrados ante la pomposa aparición de aquella mujer, que les pareció más divina que humana, ansiaron saber quién era. Fue el secretario a preguntarlo y volvió diciendo:
-Es la mujer del comerciante y naviero, dueño del buque y del palacio: es la señora de Nichtverstehen.