Había una vez un periodista y un lector. El periodista
era trapacero, no hacía más que engañar; el lector era
cándido, todo lo creía. Que así viene ocurriendo desde que
el mundo es mundo: los trapaceros engañan, los cándidos creen.
Suum cuique.
Estaba el periodista metido en su covacha y engañaba a
más y mejor: "¡Cuidado! -advertía-. La difteria hace
estragos entre la población". "Desde el comienzo mismo de la
primavera, no ha llovido, ¡es de esperar que nos quedemos sin pan!"
"¡Los incendios asuelan las ciudades y las aldeas!"
"¡Los bienes privados y del Fisco desvalijados!" Y el lector
leía y se figuraba que el periodista le abría los ojos.
"¡Cuánta libertad de imprenta tenemos! -se decía-.
Adondequiera que dirija uno la mirada, no ve más que difteria, incendios,
malas cosechas..."
En adelante, aquello fue en aumento. Al darse cuenta el
periodista de que sus engaños eran del gusto del lector, empezó a
arreciar en sus trenos. "¡No tenemos ninguna garantía!
-aseguraba-. ¡No salgas a la calle, lector, te meterán en chirona
inmediatamente!". Y el cándido lector iba por la calle tan ufano y
se decía: "¡Oh, qué razón tiene el periodista en
lo de nuestra falta de garantías!" Es más, cuando encontraba
a algún otro cándido lector, le preguntaba: "¿Ha
leído usted lo muy bien que critica hoy el periodista nuestra ausencia de
garantías?" "¡Cómo no: -respondía el otro-.
¡Formidablel No se puede, precisamente no se puede salir a la calle:
cuando menos se piensa, ¡lo meten a uno en chirona!"