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I

A principios del verano de 1850, un señor ruso, el conde Kostia Petrovitch Leminof, tuvo el dolor de ver morir de repente, y en la flor de la belleza, a su esposa, que contaba doce años menos que él. Esta terrible pérdida, para la cual no estaba en modo alguno preparado, le causó violenta desesperación, y después de transcurridos algunos meses, buscando distracción a su profundo pesar en largos viajes, abandonó, con intención de no volver nunca más a ellas, sus posesiones de las cercanías de Moscou. Acompañado de sus dos hijos gemelos dé diez años de edad, el capellán, que hacía las veces de preceptor y un siervo llamado Iván, se trasladó a Odesa, y allí tomó pasaje a bordo de un buque mercante que partía para la Martinica. Desembarcó en San Pedro y se alojó en una casa aislada, de los alrededores. La profunda soledad de que se rodeó desde un principio no le proporcionó el consuelo que esperaba endulzaría su pesar. No le bastó haber salido de su país; hubiera querido mudar de planeta; quejábase de hallar en todas partes los mismos espectáculos. En ninguna hallaba el olvido de su propia suerte, y en los sitios solitarios por donde paseaba la desesperada inquietud de su corazón, le parecía volver a encontrar los importunos testigos de sus pasadas alegrías y del infortunio en que éstas se habían anegado súbitamente.

Hacía un año que Leminof habitaba en la Martinica, cuando la fiebre amarilla le arrebató uno de sus hijos. Por una extraña reacción de su vigoroso temperamento, se disipó entonces precisamente su negra melancolía, haciendo lugar a la amarga y sarcástica jovialidad que estaba más en consonancia con su carácter. Desde sus primeros años, había mostrado cierto ingenio chancero y burlón, sazonado con la gracia irónica propia de los grandes señores moscovitas, que arguye prolongada costumbre de jugar con los hombres y las cosas. Con todo, su curación no fue tan completa que le permitiese saborear de nuevo las dulzuras del trato. El sufrimiento había amasado en su alma una levadura de misantropía que no se tomaba el trabajo de disimular; su voz trocóse de agradable y cariñosa en áspera y dura, su aspecto era ruda, su sonrisa despreciativa. Todo en él anunciaba a veces una voluntad indomable, que, tiranizada por los acontecimientos, se disponía a tomar el desquite sobre los demás hombres.

Por muy terrible que pareciese a sus acompañantes, el conde Kostia era un diablo civilizado. Así fue que, después de permanecer tres años bajo el cielo de los trópicos, volvió a suspirar por la vieja Europa y se plantó de repente en Lisboa. Atravesó Portugal, España, el Mediodía de Francia y Suiza. En Bále tuvo conocimiento de que a orillas del Rhin, entre Coblenza y Bona, en un sitio bastante aislado, estaba en venta un antiguo castillo. Se trasladó a él, y compró el antiguo edificio las tierras anexas sin tomarse el trabajo de regatear el precio ni de hacerse cargo de sus dominios. Una vez cerrado el trato, dispuso con toda actividad la ejecución de algunas obras de reparación urgente en uno de los cuerpos del edificio de que se componía su destartalado castillo, conocido con el imponente calificativo de fortaleza de Geierfels, y no tardó en instalarse allí, prometiéndose pasar el resto de su vida en aquel tranquilo retiro, entregado a la ciencia.

El conde Kostia era hombre de talento vivo y agudo, que había fortalecido con el estudio. Había sido siempre amante apasionado de las investigaciones históricas; pero de nada sabía ni quería saber más que o que los ingleses llaman «the matter of fact». Profesaba un profundo desprecio por las ideas y las abandonaba de buen grado a los soñadores; burlábase de todas las teorías abstractas y de los cándidos que las toman por lo serio; sostenía que todo sistema no es más que un despropósito razonado, y las únicas locuras perdonables las que se aceptan por lo que son en sí; para él, sólo era propio de pedantes atiborrarse de teoremas. En general, la pedantería era a sus ojos el vicio menos excusable, y por tal comprendía la presunción de remontarse al principio de las cosas, «como sí las cosas tuvieran principios, y la casualidad se sometiera al cálculo. » Esto no le impedía, por supuesto, derrochara mucha lógica en demostrar que no la hay ni en la naturaleza ni en el hombre. Inconsecuencias son éstas que los escépticos no piensan en reprocharse, ocupados toda su vida en razonar contra a razón. En una palabra, el conde Kostia no respetaba más que los hechos; según su opinión, bien mirado no había otra cosa en el mundo, y el universo concebido en conjunto, era una colección de accidentes en oposición continua.

Miembro de la «Sociedad de Historia y Antigüedades» de Moscou, había publicado en otro tiempo importantes memorias sobre las antigüedades eslavas y algunos puntos controvertidos de la historia del Bajo Imperio. Apenas instalado en Geierfels, se ocupó en reconstituir su biblioteca, de la cual se llevó una pequeña parte a la Martinica. Expidió orden a Moscou para que le remitieran la mayor parte de los libros que había dejado allí, e hizo al mismo tiempo importantes pedidos a varios libreros de Alemania. Cuando su «serrallo» (esta era su palabra) estuvo casi completo, se abismó de nuevo en el estudio, y en particular -en el de su querida «Byzantina» de la que tenía el honor de poseer la edición del Louvre en treinta y seis tomos en folio, y poco después concibió el ambicioso proyecto de escribir una historia completa del imperio bizantino, desde Constantino el Grande hasta la toma de Constantinopla. Preocupóle tanto su gran pensamiento, que casi no comía ni bebía; a medida que adelantaba en sus investigaciones, le espantó más y más la inmensidad de la empresa, y de aquí que se le ocurriera procurarse un auxiliar inteligente, al cual encomendar una parte de su pesada tarea. Como sé propuso escribir en francés su voluminosa obra, en Francia debía buscar el «útil viviente» que le hacía falta, y confió su pensamiento al doctor Lerins, uno de sus antiguos conocidos de París. «Hace cerca de tres anos, le escribió, habito en un verdadero nido de búhos, y os quedaré sumamente reconocido si me proporcionáis una avecilla nocturna que fuese capaz de permanecer dos o tres años en una miserable topera sin morirse de fastidio. Fijaos en lo que digo: necesito un secretario que no se contente con tener buena mano para escribir el francés un poco mejor que yo; quisiera un filólogo consumado y un helenista de primera fuerza, un hombre de esos que no escasearán en París, nacido para académico, y a quien el encadenamiento de causas secundarias contraria la vocación. Sí conseguís descubrir y proporcionarme ese precioso compañero, le daré la mejor habitación de mi castillo y dos mil cuatrocientos pesos de sueldo. Mucho desearía que fuese despejado. De su carácter nada digo; ya me hará, si quiere, el obsequio de tener el que a mí me convenga. »

 
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de Víctor Cherbuliez

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