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Annette de Elizabeth Tornelli  

Annette
de Elizabeth Tornelli


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Descripción del libro "Annette"


Vivimos tiempos difíciles, y cada vez encontramos más rupturas en los valores de nuestras sociedades. En la diversidad y la heterogeneidad socio-cultural de los hombres, tenemos que reconocer que es necesario abrir nuestra mente cuando pretendemos ser portadores de la verdad, y participantes de lo coherente. Debemos buscar la verdad siempre con un razonamiento inteligente y ecuánime, donde cada ser humano tenga consideración y cabida en nuestras ideologías, y en nuestras valoraciones mezquinas llenas casi siempre de indiferencia, egoísmo, y apatía. Debemos darle valor a todo hombre, y no perder nunca de vista la realidad de nuestra naturaleza y de nuestra diversidad.  

Es necesario que cada ser humano acepte de forma honesta la pluralidad, siempre en búsqueda de la dignidad del hombre en general. Todos sabemos que no hay verdades absolutas, y nuestra incapacidad de admitir diferentes razonamientos o diferentes creencias, ha sido aquella que nos ha arrastrado por los campos de la guerra y de la obstinación eterna. Pero la oposición en el hombre parece ser perpetua, porque los hombres no pueden ni pensar, ni dirigirse de la misma manera. Es por eso que debemos respetar nuestras diferencias, y nunca perder el valor del bien moral, ni volvernos indiferentes de la responsabilidad que tenemos como sociedad de buscar el progreso ético y el bienestar general.

Es necesario que los hombres trabajemos por el orden y por el equilibrio de nuestras acciones. Es necesario que escudriñemos en nuestras razones, para intentar moderar y equilibrar nuestras creencias y nuestras convicciones. Nuestra verdad puede ser la que mejor nos sostenga en una sociedad de popularidades ciegas y conveniencias severas, pero ninguna verdad podrá ser justa ni perfecta, mientras no estemos dispuestos a aceptar de forma abierta y sincera, que todos los hombres portamos el estandarte de la incertidumbre, de la perversidad, de la mezquindad, y de la decadencia. Mientras no pongamos al "yo" obstinado y soberbio a un lado, nunca encontraremos la justicia que pretendemos, y nunca seremos capaces de buscar la integridad individual, que nos lleve a trabajar y a perseverar por el respeto de los demás. 

Debemos aceptar de forma respetuosa y humilde, que cada hombre tiene las mismas necesidades terrenales de sobrevivir y de trascender, en un mundo de arbitrariedades y disparidades complejas e infames. No debemos tapar nuestros ojos frente al deseo ajeno, que surge de los mismos sentimientos humanos y perversos, que buscan sostener y alimentar su vida y su bienestar, con las mismas pasiones y con los mismos anhelos que cada hombre posee en su profundidad existencial. 

Nuestro origen es un misterio y un doloroso desconsuelo, cuando la idea de lo mortal y de lo eterno estremece nuestro pequeño pensamiento. Nuestro origen y nuestro fin son aún un enigma, y no hemos logrado apaciguar la incertidumbre de nuestra realidad, ni nuestros deseos de perdurabilidad.

El hombre ha saltado y ha trascendido más allá de su naturaleza salvaje y burda, para buscarse un lugar, y para proporcionarse un bienestar. El hombre ha sido siempre un buscador y un soñador, que trama entre sus complejidades y entre sus incertidumbres cobardes. Ahí estamos todos los hombres, desde los ordinarios hasta los extraordinarios, incapaces de poner un límite a nuestra mezquindad, y a nuestro narcisismo descomunal. Incapaces de actuar con mesura y prudencia, por nuestra ignorancia de no buscar la razón y la inteligencia en nuestras actitudes mediocres y perversas. Incapaces de no detener nuestras imprudencias de juzgar a los demás de manera arbitraria y severa, como si fuésemos portadores de la perfección y de la pureza.

Dejar de lado el ego y el individualismo mezquino para dar paso a la igualdad primordial de los seres humanos en general, es un sueño poco real que produce desencanto en el terreno de los hombres violentos e ingratos. El ego quiere siempre ser el opresor y el instigador del prójimo. Los prejuicios del hombre lo llevan al desborde de su autonomía y de su adulación deforme, que deja a su paso la crueldad de la indiferencia y de la marginación insensata y perversa.

Debemos trabajar para fomentar la responsabilidad que tenemos como humanos de respetar al prójimo, por encima de nuestros prejuicios de pureza y de dominio. Nuestra dosis imaginaria no nos permite reconocer la paridad en la esencia del ser.

Si creemos en Dios como un ser superior y justo, concedámonos la dignidad de seguir y de honrar su verdad. Esa verdad que tanto peleamos y cacareamos. Esa verdad que da a los hombres su respeto y su integridad excepcional como humanos.

Si no creemos en Dios, y creemos en la virtud de nuestro razonamiento libre y autónomo; aquel razonamiento con el que nosotros mismos nos adornamos y nos equiparamos como seres humanos reflexivos y abiertos a la verdad, concedámonos la dignidad de razonar de forma noble y elevada, dándole a cada hombre su merito y su grandeza universal, a pesar de sus torpezas y de su veleidad.

A mayor o menor imbecilidad, todo hombre nada en las arenas de la soberbia y la desmesura de la imaginería mental, muchas veces poco razonable, y muy lastimosa e infame cuando se trata de subyugar y destruir a los demás.

El hombre no puede eximirse de su responsabilidad de respeto hacia los demás. La soberbia y el egoísmo individual deben ser analizados profundamente, y cada hombre lleva la responsabilidad universal a sus espaldas de no dañar la autonomía, ni la dignidad de las personas que considera diferentes o adversarias.

Dañar la libertad de otros es dañar el espíritu global, que encierra a todos los hombres dentro de una masa uniforme que en su origen no contiene ninguna discriminación, que lo aparte o que lo segregue de su destino o de su causa final y noble.

La irresponsabilidad de nuestras palabras y de nuestras acciones que intentan aplastar y humillar a los demás, roban la energía de nuestras víctimas, destruyendo y despreciando su dignidad y su autoestima. Nuestra crueldad intestina sacude los espíritus de nuestras víctimas, que se arrastran en los campos de la discriminación incoherente y caníbal.

La acción de responsabilidad es maravillosa y enorme, y no podemos dejarnos incapaces de poner límites a nuestras perversidades y a nuestros atavíos exagerados, de creernos hombres superiores y dotados de cualidades mayores.

El rechazo a la diferencia es una crueldad sin fronteras, que no tiene ninguna valentía o grandeza. El rechazo a la diferencia es una ignorancia de proporciones salvajes y poco razonables, que dejan al hombre sumido en su mediocridad y en su narcisismo torpe, que lo seducen a conducirse con actitudes bestiales e innobles. Ese hombre necio que no desea el bien para los demás, y que sólo se preocupa por su bien individual, es un hombre que no ha alcanzado el progreso moral, ni la sabiduría primordial de verse reflejado en los ojos de los demás, y reconocerse como a un igual.  Nuestra divinidad es sublime y sagrada, y debemos trabajar para interceptar el egoísmo de nuestras conciencias, buscando siempre el bienestar de todos los seres humanos en cada una de nuestras decisiones y de nuestros actos.

No será posible que todos los hombres tengan el deseo o la intención dejar de lado el egoísmo y la mezquindad, pero los pocos que logren exaltar su belleza espiritual, serán suficientes para hacer de este mundo un mejor lugar, para aquellos que encuentran la felicidad en la ecuanimidad, en la honestidad, y en todas las formas de bien moral. La noción del bien y de la fraternidad es inherente a toda alma, y es el brillo de la belleza humana en cualquier lugar que el hombre pretenda infestar.


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Acerca de Elizabeth Tornelli


Elizabeth Tornelli ?autora del libro ?Ángeles de Guerra?, coeditado con la casa CBH Books?, nació en la Ciudad de México y actualmente reside en los Estados Unidos.


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