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Vivía en Monastier un viejo que, según algunos, no estaba en sus cabales, a quien acosaban los muchachos callejeros y tenía por apodo el tío Adán. Era este tío Adán dueño de una carreta de la que tiraba una borrica de color ratonado, no mayor que un perro, de mirada cariñosa y robusta quijada. Había en el vagabundo Adán algo de pulcro y bien criado, una especie de modesta elegancia, que en el acto excitó mi fantasía. Nuestra primera entrevista se efectuó en la plaza del mercado de Mónastier. Para demostrar el buen temperamento de la borrica, la montaron uno tras otro varios chiquillos y a todos los apeó por las orejas, hasta que muerta la confianza. en los pechos infantiles hubieron de interrumpirse las pruebas por falta de jinetes. A la sazón me veía yo apoyado por una comisión de mis amigos; y por si esto no bastase, vinieron a rodearme todos los vendedores y compradores del mercado, con propósito de ayudarme en los tratos del negocio; de suerte que la borrica, yo y el tío Adán fuimos durante cerca de media hora, el centro de una alborotada gritería. Por último, la borrica pasó a mi servicio a cambio de sesenta y cinco francos y un vaso de aguardiente. El saco de dormir me había costado ya ochenta francos y dos vasos de cerveza, de modo que Modestina, como instantáneamente bauticé a la borrica, era en todos respectos el artículo más barato. Así debía ser, pues la borrica no iba más allá de una pieza de mi ajuar, como el semoviente armazón de la cama sobre las cuarto roldanas de sus pies.

Tuve una última entrevista con el tío Adán en una sala de billar, a la hechicera hora del alba, cuando le propiné el aguardiente. Se mostró sumamente conmovido por la separación de su borrica, y me dijo que muchas veces le había comprado pan blanco, contentándose él con pan negro, aunque esto, según los más graves autores, debió ser un vuelo de su fantasía. En la aldea tenía el tío Adán fama de maltratar brutalmente a la borrica; pero lo cierto es que en aquélla ocasión derramó una lágrima que le dejó un claro surco en la mejilla.

Por consejo de un falaz guarnicionero del lugar mandé hacerme una albarda de cuero, con anillas para atar el fardo, y cuidadosamente completé mi bagaje y dispuse mi personal atavío: Por armas y herramientas tomé un revólver, una lamparilla de alcohol, una cacerola, una navaja sevillana, una linterna, unas cuantas velas de medio penique y una ancha bota de cuero. El principal equipo consistía en dos mudas completas de ropa de abrigo, aparte de mi ordinario traje de pana campesina con chaqueta a la marinera, algunos libros y mi manta de viaje que, por tener también forma de saco, podía servirme de doble resguardo en las noches frías. La despensa permanente estaba representada por pastillas de chocolate y latas de mortadela o embutidos de Bolonia. Todo esto, menos lo que yo llevaba encima, lo almacené cómodamente en el saco de piel de oveja, y por fortuna metí también mi vacío zurrón, más bien para que no me estorbara que por creer que lo pudiese necesitar durante el viaje. Me proveí, en contingencia de inmediatos menesteres, de una pierna de carnero fiambre, una botella de vino del Beaujolais, otra botella vacía para poner leche, un bate huevos y gran cantidad de pan blanco y moreno, para mi y para la borrica, a imitación del tío Adán, sólo que en mis proyectos estaba invertido su destino.

Monastrianos de todo matiz político habían convenido en pronosticarme cómicas desgracias y aun la muerte violenta en las más extrañas formas. Me llamaban diaria y elocuentemente la atención hacia el frío, los lobos, los salteadores y sobre todo respecto de los guasones nocturnos. Sin embargo, en estos presagios se olvidaban del verdadero y evidente peligro. A fe de cristiano, el equipaje era lo que me haría sufrir por el camino. Pero antes de dar cuenta de mis contratiempos, referiré en dos palabras la lección que cabe sacar de mi experiencia. Si la carga de la vida está bien sujeta por los extremos y cuelgan las alforjas todo a lo largo, sin dobleces ni pliegues, no ha de temer el viajero. Las alforjas, tal vez no sean muy a propósito y sin duda se ladearán con tendencia a volcarse, que tal es la imperfección de nuestra transitoria vida; pero piedras hay en las márgenes de todos los caminos, y el hombre puede aprender fácilmente el arte de corregir cualquier propensión al desequilibrio, colocando certeramente una piedra en las alforjas.

El día de la marcha me levanté poco más tarde de las cinco. A las seis empezamos a cargar la borrica y diez minutos después se habían desvanecido mis esperanzas. La albarda no se acomodaba ni por un momento a los lomos de Modestina. Se la devolví al guarnicionero, con quien tuve tan alborotada contienda, que la calle se llenó de comadres y compadres para mirar y escuchar. La albarda, cambiaba muy rápidamente de manos, aunque tal vez sea más gráfico decir que nos la tirábamos por la cabeza, pues nos había acalorado la enemistad y soltábamos cuantas palabras nos venían a la boca.

Por fin tuvo una albarda ordinaria de asno, a propósito para Modestina, y volví a cargar mi equipaje. El doble saco, la chaqueta a la marinera (porque hacía calor y yo sólo llevaba chaleco), una gran hogaza de pan moreno, una cesta con el pan blanco, la pierna de carnero y las botellas, todo lo até conjuntamente, con un complicado sistema de nudos y lazadas, cuyo resultado contemplé con gozoso engreimiento. Toda esta monstruosa carga gravitaba sobre los lomos de la borrica, sin que nada la contrabalancease por debajo, sobre la flamante albarda a que no estaba acostumbrada la bestia, atada con cinchas también del todo nuevas que arriesgaban distenderse y aflojarse por el camino, de suerte que un viajero poco cuidadoso se hubiera expuesto a un desastre. Además, aquel complicado sistema de nudos y lazadas era obra de demasiados simpatizadores con mi viaje, para que estuviese hábilmente dispuesto. Verdad es que estiraron las cuerdas con toda su buena voluntad, y que tres de ellos a un tiempo las distendieron con un pie apoyado en las ancas de Modestina y apretando los dientes; pero después me convencí de que una mañosa persona sin hacer mucha fuerza, puede llevar a cabo en este punto más cumplida tarea que media docena de mozos entusiastas. Por entonces era yo novato, y como después del contratiempo de la albarda creía que nada podría ya conturbar mi seguridad, salí de la caballeriza como buey que va al matadero.

 
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Viajes con mi borrica a través de las cevenas de Robert Louis Stevenson   Viajes con mi borrica a través de las cevenas
de Robert Louis Stevenson

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