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III

 

Por fin, Falstaff. Es una creación única en la historia literaria. Como lo observa Campbell, la antigüedad no ofrece nada parecido; es el antepasado de todo lo que el teatro y la novela occidentales han producido de análogo, Scapin, Leporello, Sganarelle. Pero ninguno tiene su amplitud, ninguno se mueve en el soberbio cuadro del que es, al par de contraste, punto culminante. Pero Falstaff es inglés, se dice. Su enorme bufonería, su absoluta aberración moral, sus vicios innobles, chocan y sublevan el alma latina, que en toda concepción de arte exige medida, gusto y delicadeza. Los compatriotas mismos de Shakespeare han encontrado monstruosa la creación por momentos; pero al fin, el buen humor del viejo calavera, su espíritu siempre alerta, su franco epicureismo, han hallado gracia, aun ante los jueces más severos.

Bien entendido que para no pocos ingleses también, nosotros, los que no hemos tenido el insigne honor de nacer en tierra británica, debemos renunciar a la pretensión de comprender a Shakespeare y especialmente a Falstaff. Esa división por estancos del espíritu humano, a la manera de los compartimientos de un barco, es una preocupación general. Los italianos sonríen cuando nos ven leer a Dante, los alemanes se encogen de hombros cuando echamos una mirada irreverente sobre el Fausto, los rusos mismos, que son de ayer, se guiñan el ojo al vernos entusiastas por Tolstoi y hasta nosotros necesitamos un esfuerzo para no reírnos en la cara del extranjero al habla española que opina sobre el Quijote. Es un nuevo dato concurrente para establecer la envidiable fraternidad humana que reina sobre nuestro globo; cada campanario, no solo pretende que lo que nace a su sombra es lo mejor, sino que nadie más que los autóctonos pueden apreciarlo. El alemán es único para apreciar su Goethe, como el valenciano irreemplazable para gustar sus melones o el bordelés para catar sus vinos. Pero sí tengo un paladar y un entendimiento como ellos! Bueno está que no alcance a darme cuenta del simbolismo oculto de un libro primitivo de la India, ni pueda digerir un plato al asa fétida, hecho según la receta romana; pero es porque vivo en un momento intelectual absolutamente distinto al que dio vida al budismo y porque mi estómago desde que nací y aun por atavismo, que lo hay fisiológico también, esta habituado a otro género de alimentación. Pero, en sus líneas generales, la Inglaterra de Shakespeare, en su barbarie medieval, con sus horrores, sus traiciones, sus guerras, su desprecio por la vida y la libertad humanas, no era acaso idéntica a la Francia, la España y la Italia de entonces? El estado de espíritu que encarna Fausto no era general a la Europa? Solo en Alemania hay espíritus que niegan o muchachas que aman, paren y mueren? Se necesita haber nacido en la Mancha o hablar el español como Solís para contemplar con orgullo humano el alma de Cervantes a través de la de su héroe?

«Un rey como Shakespeare necesitaba ese bufón colosal», se ha dicho. Pero Shakespeare es la humanidad en acción intelectual, el cincel con que esta traduce sus tipos latentes. Falstaff no es el bufón de un hombre, aunque este se llame Shakespeare; es mío, es tuyo, nos pertenece, porque todos hemos contribuido a formarlo con la explosión constante y secular de nuestros apetitos y deseos, vicios y lacras. Baco, en la vieja Grecia, no es un hombre ebrio, más aún, no es un Dios ebrio, es la Embriaguez. La forma humana es un accidente necesario; pero el estado es la sustancia y el modo permanente. Falstaff no es un hombre vicioso; es el vicio amable, como todos lo hemos entrevisto secretamente en algún momento. «Es necesario haberse embriagado una vez en la vida», ha dicho Goethe. Reunid las alegrías del vino, la expansión sonora de la sobremesa, el ardor de la sangre y el estremecimiento lascivo de la carne, la atrofia de la ambición, la indiferencia del porvenir, la ausencia del resorte moral, el epicureismo que acepta todo placer, o que en todo encuentra placer, agregad la astucia ingenua, el instinto de conservación, la conciencia de que los golpes duelen, y que no hay convención ni grandes palabras que los hagan innocuos, poned, sobre dos piernas cortas y enjutas, un vientre enorme, un estómago de ídolo indio, un cuello rechoncho sosteniendo una cara rojiza, triple papada, ojos pequeños y vivaces, escasa cabellera color ceniza, un aliento cargado y jadeante, una apostura petulante al fresco, agobiada bajo el sol y ahí tenéis rodando en las tabernas, rendido a los pies de muchachas «más públicas que un camino real», al enorme Sir John, como le llamaba el hostelero de la Jarretière.

 

 
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