Los dramas históricos de Shakespeare, especialmente los que se refieren a los anales de Inglaterra, tienen forzosamente un número más reducido de lectores, por la preparación indispensable que exigen, que sus tragedias de mera fantasía o las comedias de imaginación. La crítica, sin embargo, los coloca por lo menos, a igual altura que las concepciones más generalmente celebradas del poeta. El encadenamiento cronológico de esos dramas que empiezan con el «Rey Juan» y acaban con «Enrique VIII», parece darles a primera vista, cierto carácter de crónica rimada, a la manera de los viejos cronistas feudales. Sin embargo, jamás una mirada más intensamente clara e inteligente ha escudriñado con mayor vigor los hombres y los sucesos del pasado. Como para otro gran artista incomparable, Velazquez, para Shakespeare los acontecimientos humanos en todos los tiempos llevan el sello de nuestra miserable condición, sin que baste el prisma del alejamiento para revestirlos de los rasgos sobrehumanos con que la imaginación se complace en adornar los hechos remotos. Si Velazquez hubiera hecho figurar al Cid en una de sus telas, habríamos tenido un soldadote un tanto brutal, fuerte de pecho y espaldas, cubierto de armadura recia y tosca, arqueadas las piernas por el hábito del caballo, con grandes ojos llenos de audacia y empuje. Shakespeare habría hecho de esa figura algo como su Hotspur, noble pero semi-salvaje, guerrero por instinto, tan lejos de la cultura como del fingimiento. Corneille le dio el corte de un tierno amador, con una alma a lo Hamlet, conturbada por un conflicto que el verdadero campeador habría zanjado llevándose a Ximena a la grupa, encerrándola en un castillo y volviendo a buscar moros mientras ella se entregaba a los cuidados de la maternidad.
Shakespeare se ha tomado indudablemente algunas y no leves, licencias con la historia. Me es completamente indiferente; la historia moral es una posibilidad y suele haber más verdad en la lógica que en los hechos. Contemporáneo de Shakespeare era aquel Raleigh que quemaba su «Ensayo» sobre la historia universal al oír diez narraciones diversas de un suceso que había presenciado desde las ventanas de su prisión. La mirada genial del poeta penetra la atmósfera social del tiempo que estudia, plantea sus caracteres y sus héroes obran como hombres, en la implacable lógica de su organismo individual.
No creo que la historia literaria presente un museo de caracteres más curiosos que el «Enrique IV» especialmente la primera parte. En primer lugar, ese maravilloso futuro Enrique V que, desde las primeras escenas y aun en los sitios más vulgares o innobles, aparece con la cabeza circundada de la aureola de Azincourt. Tal así, en las telas de los primitivos, el nimbo luminoso rodea las sienes de los predestinados a la vida eterna, aun en los pasos menos místicos de su existencia terrestre. Es que Enrique V personifica la patria, sus glorias, sus nobles virtudes, rescate supremo de sus vicios ligeros. Todo va a él, en una corriente insensible que acumula luz sobre su figura; el poeta agiganta aquellos contra quienes Enrique debe medirse, le da la sencillez, le da el buen humor que Michelet reconocía como el rasgo fundamental y característico del héroe verdadero, la extrema juventud, que es la adorable sonrisa del tiempo y el alma levantada y generosa del que marcha en la historia encarnando el ideal de un gran pueblo.
Enrique IV hizo morir de hambre a Ricardo II y usurpó su corona? Tal parece ser la verdad; pero Shakespeare no olvida que engendró al hijo glorioso y mitiga su crimen, alejando de él la responsabilidad inmediata, alegando las causas externas que hicieron imprescindible la resolución que llevó a Bolingbroke al trono y hospedando en el alma de este la duda sombría y el constante y callado torcedor del recuerdo.
Nortumberland, Worcester, el arzobispo de York, son los grandes señores feudales, sin concepción de la patria, sin más ley que su propia voluntad, sin lealtad más que para su interés inmediato, irresolutos por la incertidumbre de saber donde se encuentra aquel, traicionando por la inacción hasta su sangre misma y cayendo en el abismo por exceso de precauciones. Eso es lo que vive eternamente en Shakespeare: la inmutabilidad de sus caracteres. Tomad cualquier época de la historia humana, en cualquier región de la tierra, un momento de convulsión política y social, 1640 en Inglaterra, 1789 en Francia, 1848 en Hungría, más aún, si queréis usar el microscopio, 1890 en Buenos Aires y veréis, al lado de los Hotspurs y los Douglas, que marchan impetuosos a la muerte, enloquecidos por la idea del triunfo, los Northumberland y los Worcester, irresolutos, inquietos, egoístas, azuzando las pasiones, prometiendo concursos y fallando el objetivo por la sinuosidad de la línea seguida.
Hotspur es el hombre de la naturaleza, el struggler primitivo; su alta cuna, su educación, la atmósfera ambiente, el amor de una mujer superior, apenas han modificado en la superficie su ruda y brusca organización. No tiene sentidos para todo lo que es ornato del espíritu humano, ni la cultura significa nada para él. Encuentra más placer en oír ladrar su perra favorita que en las más delicadas armonías. Un petimetre perfumado le excita hasta el punto de olvidarse de lo que debe al rey; se ríe del diablo y de los magos. No cree más que en el deleite supremo de los grandes golpes, la sangre a raudales, el recio golpear de las armaduras, el bélico relinchar de los caballos de guerra, el clarín que anuncia la batalla. La combatividad, ensanchándose hasta atrofiar, aniquilar todas las otras facultades, erigida en alma única que anima y dirige un cuerpo. Soberbia figura de guerrero como estatuario alguno concibió jamás.
También combate Douglas, también ama las empresas arriesgadas; lanza su caballo a la carrera por una pendiente abrupta, derriba en Shrewsbury cuanta imagen del rey encuentra a su paso; pero al fin de la batalla, todo perdido ya, tropieza con el brazo vigoroso de Enrique Monmouth y tan resueltamente como combatió, huye. Va a Escocia, en busca de su clan indomable, que le ayudará a proseguir la lucha. Para él la fuga es un ardid de guerra, no una deshonra. Hotspur toma su sitio delante de Enrique y cae.
Glendower, el brujo galense, encarna una tradición entera, leyenda sobrenatural en la que los hombres dominan a los elementos, reflejo fantástico de la Edad Media en sus albores, cuando millares de hombres morían en la hoguera convencidos de haber asistido al sabatt y de haberse entregado a amores bestiales y satánicos. Glendower cree que la tierra tembló a su nacimiento, está persuadido que puede evocar los espíritus del aire. «También puedo yo hacerlo, contesta Hotspur; pero, vendrán?» Ilustre guerrero, parecería que su gloria incomoda al ardoroso Percy y le sugiere la ironía de su persistente contradicción.
Dos mujeres cruzan esa acción que marcha implacable, lady Percy, dulce, enamorada de su héroe de ruda corteza, creciendo a su muerte como una leona y apostrofando al viejo Northumberland con la voz vibrante de su alma destrozada. Luego, la hija de Glendower, que uno ve en su mutismo, con sus ojos clavados en el que ama y cantando a sus pies sus melodías galeses para hacerle comprender en el divino idioma lo que su lengua no puede explicarle.