La oscuridad total y el silencio no tardaron en llegar. Tres
minutos, quizá cuatro. La presión de la cuerda sobre su cuello era cada vez
menor. Sus músculos se relajaron. La paz y la tranquilidad lo invadieron como si
de aire fresco se tratase. Laura Rojas ya no hablaba.
El golpe contra el suelo fue algo duro e inesperado. Mario abrió
los ojos medio aturdido. La rabia y el odio habían desaparecido, pero el dolor
de estómago aún persistía. Se incorporó lentamente y miró a su alrededor. Sobre
el escritorio estaban los expedientes del caso Murieta.
Mario cogió los expedientes, se ajustó el nudo de la corbata,
abrió la puerta de la oficina y caminó con paso firme y decidido hacia la sala
de juntas. A su espalda, un cuerpo inerte se balanceaba levemente sobre un
charco de orina.