Desde el otro lado del despacho, Laura Rojas seguía
insistiendo.
-¡Por el amor de Dios, Mario! ¡Abre la puerta!
No obtuvo respuesta.
Mario tenía la soga en la mano. Estaba inmóvil en medio de la
oficina, con los ojos fijos en el corto cable que colgaba del techo, el cual
sostenía una bombilla de 40 vatios. La misma bombilla que tantas noches había
iluminado sus horas de trabajo.
-Puede ser que aguante.
Apesadumbrado y abatido, Mario agarró la silla de las visitas, la
colocó bajo el foco y se subió sin demasiado esfuerzo. Estiró los brazos y, con
la agilidad de un marinero, anudó la soga al polvoriento cable eléctrico.
Al otro lado de la puerta, la paciencia de Laura Rojas llegaba a
su fin.
-Mario, por favor...
-Entiendo que no quieras hablar conmigo, pero abre la puerta.
-Necesito los expedientes...
Tres años, seis meses y doce días. Toda una eternidad.
Mario deslizó la soga sobre su cuello y apretó el nudo corredizo.
Cerró los ojos y, empujando enérgicamente con los pies, se deshizo de la silla
que lo sostenía.