Mario tomó un pedazo de papel higiénico y se limpió los labios.
Presionó el botón de la cisterna y salió del excusado.
-Ya es hora de darle su merecido a ese vejestorio -pensó en voz
alta mientras observaba fijamente su demacrado rostro en el espejo, situado
sobre la hilera de urinarios de pared.
Al señor Mirón le encantaba dejar en evidencia a sus empleados.
Fuera quién fuese y sin importarle las consecuencias. Se creía alguien
importante, demasiado importante. Pero había llegado la hora de poner fin a
tantos insultos y vejaciones. Tres años y seis meses aguantando. Tres años y
seis meses soportando calumnias. Tres años, seis meses y doce días, para ser
exactos.
Mario abandonó velozmente el aseo y se dirigió a su despacho.
Cerró la puerta con llave y se recostó sobre el sillón del escritorio. Respiró
profundamente. Su cerebro buscaba intensamente la manera de terminar con aquella
situación. Había tocado fondo.
-Lo esperaré en su propia casa y me desharé de él limpiamente -se
dijo a sí mismo-. Podría simular un robo y...
-No, quizá no sea buena idea. El riesgo es alto.
-¡Mierda!
-Lo mejor será atropellarlo. Con un poco de suerte saldré libre en
seis meses. Quizá un año.
-Y esa perra...
-Tres jodidos años, seis meses, doce días, dos horas, trece
minutos y veintisiete segundos, veintiocho, veintinueve, treinta...